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La soledad no es una herida


Suena exagerado –y lo es- hablar de héroes por estos tiempos. Pero como hay una pata que no está en la realidad, me permito licencias poéticas. 

Hay instalada una polémica (por Cachito Vigil, entre otros) acerca de qué es lo ordinario y qué lo extraordinario. Desde este lugar se ha asociado algunas situaciones deportivas a lo segundo, situaciones precisas; puntuales; sin necesidad de ser construidas por un relato. Me he valido en reiteradas ocasiones de la frase de Fitzgerald acerca de que detrás de cada héroe, se podría escribir una –su- tragedia. 

En teoría el héroe debe aparecer cuando más se lo necesita, cuando los mortales dada su naturaleza standard, no pueden realizar aquello que la situación amerita. O dicho psicoanalíticamente, no pueden llevar adelante su acto. Todo neurótico sabe lo difícil que es hacer lo que sabe que tiene que hacer. Si tiene que aparecer alguien para que haga lo que uno no puede, no es amor lo que nos une con ese alguien, con ese héroe, ni tampoco la resolución puede contarse como válida del todo, ya que el sujeto no ha dejado su trazo. 

Acerca de la psicología del héroe también se puede hipotetizar demencialmente como me gusta: quizás un héroe sea un “loco” que no tiene nada que perder y en su acto de arrojo se gana –gracias a la desaprensión por su vida- el lugar de Uno sobre su Universo. Esa es una posibilidad, otra más moderada podría ser que ese alguien sabe todo lo que está en juego y está a la altura de su acto, el acto que lo corre de atrás y se presenta bajo la forma de la inminencia, lo encuentra como poseedor de todas las letras para poder decirlo, para poder hacerlo. 

Hay gestos heroicos y canciones que hablan sobre eso. La canción que da título a esta entrada es una de esas escrita por alguien que se ha forjado en las duras batallas de los desparejos escenarios del rock. Y cuando alguien tiene tantas, es más probable que esté preparado para cuando le toque.

Ayer viendo Las Pelotas pensé que Daffunchio mantiene viva la reserva heroica del rock argentino, minutos después vi a Manza y sus Valle de muñecas y sentí lo mismo (en cambio Bersuit debería dejar de cantar Sr. Cobranza por anácronica).

Lo maravilloso de todo esto (de estar vivo, de tomarse licencias poeticas, de exagerar, de ser injusto) es que no importa que lo que uno dice sea cierto o no, es verosimil para quien quiera creerlo. 

Si la soledad no es una herida, es porque algo ha cambiado.

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Las mejores intenciones


Bajo este apotegma se pueden cometer los peores atropellos. Alguien puede joderte la existencia por un tiempo indeterminado (en general siempre demasiado largo) hasta que te das cuenta. Porque el hábito que lo recubre goza de cristiana popularidad. ¿Qué clase de persona podría enojarse porque un otro hizo algo “con las mejores intenciones” pero aun así le rompió mucho las pelotas? Uno queda a un paso de sonar desagradecido, poco samaritano. Y nadie está a salvo, cualquiera de nosotros puede cometer injusticias, tropelías, tiros por la culata “involuntarios” y así ganarse rencores y decepciones habiendo obrado desde ese punto titulado (por supuesto que son necesarias para la vida en sociedad bla bla blá, éste no es el quid, todo lector holgazán detengase aquí).

Cada uno tendrá varios ejemplos para ilustrar esta situación. El más sencillo y estructural es (por supuesto, adivinó) aquél que se ha desarrollado con nuestros progenitores, y especialmente con la madre o quien haya cumplido su función. Recordemos que el aparato psíquico si bien viene preparado para funcionar en el hardware que es nuestro cuerpo, no arranca hasta que le ponen el software, y de eso se encarga el (los) Otro(s).

Ilustremos: supongamos que una madre nunca deja que su hijo haga nada por su cuenta, oh madre bondadosa que quiere prevenirlo de todas las miserias del mundo, de todos los males, y le está encima y lo habla y le dice hasta qué chica le conviene y cuál no. El chico cumple 40 y sigue virgen y viviendo con ella. Todo el barrio se pregunta qué le pasa a ese chico, ¡si su madre le dio todo!

(El sentido común arrasa, es casi impenetrable, como el recuerdo que somos en la memoria de quien ya no vemos más).

Pero un día ese alguien hace click y se anima a interesarse en una mujer/hombre. Entonces quien estaba ejecutando sus significantes (software) sobre el “mamero” ve su lugar conmovido, su letra perder eficacia. Cosa similar sucede cuando alguien comienza un análisis, y si tiene suerte algunas cosas se pondrán en duda (la vara para saberlo es porque los demás se molestan, se corren los lugares asignados en el sistema) y se abrirá una nueva posibilidad. Recurro a lo caricaturesco para exponer un modo de funcionamiento. Nada es tan lineal ni tan sencillo, es difícil bajarse del caballo a mitad del río. Hamlet a pesar de haber descargado todo su odio contra su madre (que usó el catering aun tibio del entierro de su marido para celebrar la boda con su hermano) siguió siendo el “dulce Hamlet”.

La pregunta  que se impone no es cómoda: ¿Para quién es el beneficio? ¿Quién necesita ofrecerse como oráculo y benefactor del otro? ¿Para quién eso es lo mejor? (También se aplica a medios de comunicación)

A pensar estas cosas, a molestar, a subvertir al sujeto y ayudarlos a encontrar sus letras y sus significantes propios se dedica en parte el psicoanálisis, ya que como entendió Lacan, el inconsciente está en la superficie.
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