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La casa

"partío llorando la Antíope famosa, y los coraceros partieron bramando de coraje. Cuadros invisibles hasta entonces por la altura en la que habian sido ubicados o porque el desarrollo de la escalera los aislaba de las luces eléctricas, surgieron súbitamente como si los hubieran  pescado en un mar oscuro y todavia chorrearan sombras. Pasaron, veloces, con sus desvestidas muejres gritonas, con sus ovejas, con sus companarios, con sus árabes que juraban venganza.”
 
La Casa. Manuel Mujica Láinez
 
Leí el comienzo, decía: “Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día”. Volví una página hacia atrás y leí una cita a T.S. Eliot y un poema de sus Cuatro Cuartetos, libro que leí con esfuerzo y alegría en su edición bilingüe hace unos años. Indicios suficientes para comprar “La casa” de Manuel Mujica Laínez.

Comencé a leerlo y efectivamente, quien narra la historia es una casa. Y si, se está muriendo. La casa queda en la calle Florida y la historia sucede entre fines de 1880 y mediados de 1930. Cómo contar sin contar es algo que me he preguntado varias veces,  mi ignorancia sobre crítica literaria me permite seguir haciéndolo.
Obviamente la casa habla. Y no sólo habla, sino que es omnisciente. Un caserón francés con decenas de habitaciones y moradores que tempranamente nos cuenta que fue testigo de un fratricidio. La casa tiene memoria y siente. La casa es la fantasía animista hecha de ladrillo relleno, no de los huecos que vienen ahora.
 
La casa también es un tratado sobre arte y arquitectura. Pero sobre todo, la casa es una cronista muy aguda. Es un elefante gigante que sabe y que no puede decir ni influir sobre sus habitantes. La casa puede hablar con sus estatuas, con sus cuadros, con sus tapices. Es conmovedor escucharlos gritarles impotentes a sus habitantes, advertirlos de peligros, de traiciones.

Luego de esa muerte, un día el asesinado regresa entre el coro de cuadros que lo anunciaban. Ahí ella se da cuenta que ya había otra presencia viviendo en la casa y no pertenecía al mundo de los vivos. Lo veía, pero como todos, no lo comprendía. Yo sabía que las casas viven (las escuchamos a la noche cuando dormimos), son sitios mucho más amigables para los fantasmas que los departamentos, en las casas pueden vivir  faunos y palmeras en el patio. 

La casa ante su inminente final, recuerda. Reescribe con su relato los días cuando fue hermosa y deseada, cuando tuvo vida en su vientre y fue todo lo que pudo. Ahora que tiene el dolor de ya no ser y que los albañiles prenden el fuego con sus alfombras, estoy leyendo  más lentamente. Me quedan pocas páginas, y a contramano del apuro de concluir, como la casa, lo demoro.

Huelga decir que estoy sugestionado por la novela, es perturbador el paradójico placer que puede producir el azar. Todos los días camino por esa calle Florida e imagino que la casa al lado de la Richmond es ella.
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