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Si sucede deviene

“Lo que torna a Caperucita Roja una ingenua no es haberle creído al lobo, sino haber convertido la evidencia acerca de las enormes orejas, la gran nariz, las manos peludas, en objeto de interrogación al servicio de la desmentida, buscando en las respuestas que recibía, una racionalidad que anulara su profunda sospecha de que no estaba, en realidad, frente a su abuelita. Por eso, en lugar de huir, siguió preguntando, no a la búsqueda de la verdad que de algún modo conocía, sino en el intento de que la respuesta oficiara al servicio de su anulación de la percepción…”

Así comienza el capítulo “La esperanza y la utopía” del libro No me hubiera gustado morir en los 90 (2006) de Silvia Bleichmar. El mecanismo que está describiendo se llama desmentida, su sintaxis sería la siguiente: “ya lo se pero aun asi…”  y plantea un dilema ético.

Las posiciones de “ingenuidad”, como aprendimos con Caperucita, son en gran medida posturas de complicidad. La ingenuidad no es una virtud, y si se presenta como tal, es porque es funcional a los que toman ventaja de ésta (el actual “si sucede conviene” de Tinelli).

Hermana de la ingenuidad es la “neutralidad”, la ilusión de la  supuesta postura equidistante que lo único que hace es resguardar (pero al modo de la ingenuidad) al que allí se para de las consecuencias de tomar partido y que alguien te diga “ehh vos nosequecosa”.  No sólo en el registro de las ideas, de la política, sino de la vida en general y en muy particular: piensen en ustedes, en cualquier persona que habiendo advertido algo de su deseo, lo desoya sistemáticamente. De todas maneras, este último plano es más delicado, porque si el deseo no se presenta con la fuerza suficiente, en esos callejones es donde se juega gran parte del dolor, y como dijo William Blake: “Quien no realiza su deseo engendra peste”.

Al psicoanálisis le han criticado que el concepto de deseo no toma demasiado en cuenta los contextos históricos de producción de subjetividad de cada época. Es un punto atendible, pero el concepto apunta a algo más estructural y que su surgimiento nace de una exterioridad (el Otro fundamental) y de allí su opacidad. Pero eso no es tan interesante como cuando se critica el contexto de producción freudiano. Durante este año he estado sumergiéndome por primera vez y en serio en algunos textos fundacionales de los estudios de género y feministas (sin reírme de ellas) y una de las cosas que me ha llamado la razón es el ataque encolerizado –por momentos- contra el genio vienés.

Recordé lo que alguna vez subrayé en mis años de estudiante, Freud osó llamar alguna vez a las mujeres, “continente oscuro”, como metáfora de sus propias limitaciones teóricas para comprender las zonas insondables del otro sexo. Una crítica, a 80 años de distancia puede ser más ligera, ya que también hay que recordar que gracias a los aportes de Freud las histerias de conversión (femeninas para la época) salieron del campo de la terapeútica infame de la psiquiatría y fue tomada por el tratamiento por la palabra.

Cuando leí a mujeres riéndose y criticando a veces justa, a veces injustamente a Freud recordé  el “continente oscuro” de mis días de adolescencia temprana y mi ejercicio mental del amor cortés, de la fascinación por no comprender ese mundo femenino tan mágico y tan esquivo que trataba de asir a través de situaciones hipotéticas que vertía en hojas y hojas de los cuadernos Rivadavia. El amor cortés es una de las formas conservadoras e inhibidas del amor. Pero eso fue entonces, ya Google Earth echó algo luz sobre los continentes.

Una postura critica, que de palazos pero también apuntale, que no sea ni ingenua ni neutral, son algunas características que me gustaría que las subjetividades ciudadanas políticas por venir tengan, que algo se haya hecho carne, porque cada vez que uno se hace un poco Caperucita, los proyectos neoliberales se meten en tu cama, ponen el cartel que dice que la economía del país es como la economía de una casa (gastar menos de lo que te entra) y con sus bronceados avivan a tu novia de que sos pálido y débil. 

Y todo eso sin haber leído un solo libro. 




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