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Nuestro Vietnam

 


Nuestros abuelos tuvieron el primer peronismo y la segunda guerra mundial. Nuestros padres el peronismo terminal y dos dictaduras sanguinarias. Nosotros tenemos, bueno, una de las tantas cepas del peronismo y una pandemia.


Si alguien creyó que algo bueno saldría de todo esto, es evidente que no había estado prestando atención. Nuestra imaginación no tenia registro que podía suceder lo que está sucediendo. El pensamiento tiene una cualidad performática única: hacer que suceda lo que se piensa, prever lo que puede acontecer, hacer de la nada todo.


La definición tradicional de lo traumático es una metáfora económica: tiene que ver con la incapacidad de absorber, asimilar o prever un suceso, el desborde rompe con nuestra capacidad de aguante y de pensar lo vivido, todo se descualifica.


Un  paso más allá: lo traumático se cuenta frío en un segundo momento, el famoso a posteriori. Quien haya resistido mentalmente el 2020 sin volverse muy loco es porque estaba preparado desde antes para hacerlo, no fueron las series o la familia (el peor escenario). El problema –paradójicamente- se avecina ahora: no alcanza saber de qué se trata, no alcanza con cuidarse. Hay que hacerlo, se necesita un poco de subjetividades perro grande moldeadas al calor de la escasez, de la solidaridad, de la ternura, porque cuando escuches que un arcángel guaraní está tocando el arpa en la habitación de al lado; todo habrá sido vano, hecho de saliva y sangre.


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Desatormentándonos

 


Tener fe en la humanidad ha pasado de moda. Tener fe ha pasado de moda. Al menos de la manera moderna en la que los +40s tenían fe. Sin embargo la oferta de tótems y becerros de oros es vasta, personalizada y clickeable. Sobre la base de pensar la distinción original/fotocopia un artista hermético ha escrito la mitad de su obra.

Yo, que dejé de escribir porque hay mucho para leer y poco para decir, comparto la unánime soledad que los maradoneanos sentimos. Pero lejos de cualquier arrebato sentimental que lleve a pensar que todo esto servirá para algo –al igual que la pospandemia-, no creo que cambie demasiado la manera de vivir, de cuidarse, de pensar el ejercicio de la ternura y el respeto que ejerce la sociedad. Asistimos a afiebradas declaraciones –yo incluido- cuando vemos camisetas rivales abrazarse, cuando vemos a quienes no lo vieron llorar por aquello que desconocen. Pero no será.


 Las personas raramente cambian sus formas de comportarse, más bien acentúan lo que ya han hecho y es comprensible, son las estrategias de supervivencia. Lo que para un tercero puede ser el infierno, para quien lo realiza puede ser el automatismo que lo conduce hacia el final. Ni la terapia ni la religión garantizan un volantazo.


Si somos un programa que corre en el hardware de nuestro cuerpo, pero no podemos abrazar e instalar las actualizaciones, estamos condenados a quedarnos con lo implantado originariamente, dando así  lugar a la idea de una homotecia estructural que restringe toda posibilidad de cambio y reconfiguración.


¿Quién fue Diego en su deriva cósmica?  ¿Hace cuánto no estaba dentro de sí aquél que fue? ¿Por qué se fueron apagando la multitud de voces que lo habitaban hasta volverse una interjección hablante? ¿qué Diego nos privamos de ver? ¿Por qué habría de despedirse en paz y ordenadamente y no con represión, impotencia, multitudes y balas de goma?


Eeehhhhhhhhhhhhhh.



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Algún día verás

Mientras lloro desconsolada e intermitentemente, recuerdo que muchas veces pensé que estábamos asistiendo a la sobrevida de Diego. Tantas veces se mató, tantas veces lo mataron. Nos repetían que había algunos –el “entorno”- que decidían por él, que lo tutelaban cual pobre, loco y ausente. Se me hace difícil pensar tal nivel de intromisión. Sí es verosímil entrever los grupos rotativos de inescrupulosos elegidos por el, renovando las esperanzas, excesos y negocios. 


Me gusta el Diego de Fiorito, irreverente, bardero, popular, amado por el pueblo y odiado por los poderosos. Me dolía ver al Diego cyborg, lento, abúlico, perdido, tomando la bebida del narco que le estaba exprimiendo sus últimos pesos. Me gusta el Diego revolucionario en todos lados, amado por los necesitados de amor, amantes del fútbol, pero mucho más. 


Hace poco lo escuché hablar sobre su mamá, y su hermano  lo repitió esta semana: que si ella viviera, arreglaría todo con dos gritos. Hay un fenómeno muy común, explicado antropológicamente, psicológicamente, hasta biológicamente, que cuando están sonando las campanas del final, nos volvemos otra vez niños. No puedo evitar sentir un paradójico alivio por el fin de su sufrimiento, y en sus propios términos, sonreír por el reencuentro con la Tota y Chitoro. 


Pienso en Dalma y en Giannina, y en todes sus hijes que conocimos hace poco y contengo las lágrimas. 


Elizabeth Roudinesco en su gran biografía sobre Freud, citando a Borges, dice que un hombre solo está verdaderamente muerto cuando muere a su vez el último hombre que lo ha conocido. 


Tenemos garantizada su inmortalidad mientras vivamos. 



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La pregunta es


Pocas cosas más sensuales que la inteligencia. El sentido del humor quizás, alguien que te escuche con atención y luego lo recuerde tiene lo suyo, alguien que no te mire al cuerpo introduce una pregunta.

En el cuento “la carta robada” de Edgar Allan Poe (que tiene una traducción de ¡Borges y otra de Cortázar!) el misterio gira en torno a la desaparición de una carta cuyo contenido puede ser utilizada para fines políticos. A medida que avanza la trama y se va develando el misterio, nos enteramos que lo que se suponía oculto en algún lugar recóndito, había estado frente a las narices de los investigadores. Lacan, para correrse de las metáforas arqueológicas del aparato psíquico, pensó al inconsciente topográficamente: está en la superficie. En la superficie del lenguaje. Está a tiro del habla, lo que algunos llamaron el orden de lo “no realizado”. Entonces cuando a alguien le preguntan por quién es el candidato del espacio y se le “escapa” otro nombre en lugar del que tenía que decir, bueno, ahí está el inconsciente haciendo de las suyas.

Pero a algunas personas no se les escapa nada, parecerían estar a resguardo de los lapsus y las aceleradas del lenguaje. Presten atención a quienes no patinan nunca. Y desconfíen.

Esta semana un compañero de trabajo me dijo: “a que no sabes con quién comparto analista”. Yo le dije: “imposible, no creo que se analice, los narcisistas no van al psicólogo”. O van al pedo, diría ahora. “bueno, fue un par de veces después de la muerte de su esposo, y muy eventualmente por cosas muy puntuales. Y no fue al analista, él iba a su casa”. “Me parecía” contesté. Acerté a medias.

Los profetas van/vuelven a la montaña. Un giro inesperado del argumento, una jugada que nadie anticipó  pero que en algún sentido siempre estuvo allí. Siguiendo el hilo, los detractores podrán decir: la sabía porque –también- se la robó, siempre tan acostumbrados a la sagacidad.   

Vienen tiempos difíciles sin lugar para los profetas. Agárrese a los otros, humanícese, no sea indiferente, la esperanza prescinde de la inteligencia, levante la cabeza, acierte a medias, olvide estas palabras. Preste mucha atención. La respuesta está fffffff en el viento.



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Crónica de un niño solo

Donald Winnicott fue un psicoanalista inglés extraordinario. Trabajó y teorizó con las poblaciones más vulneradas después de ambas guerras mundiales. Pediatra de formación, dedicó su vida al trabajo con niños y realizó algunos de los aportes más importantes al corpus teórico-práctico del psicoanálisis postfreudiano. De una simpleza conceptual avasallante (tanto que uno duda de su profundidad, pero sólo es la tara de tantos años de psicoanálisis jeroglífico) y una humanidad conmovedora, logró incidir de manera determinante en la creación del sistema público de salud británico y dio pie a multiplicidad de abordajes terapéuticos comunitarios.


Winnicott entendió las conductas/tendencias “antisociales” de los adolescentes como fenómenos producidos por una temprana deprivación afectiva ocurrida en su vida infantil. Otorgó una clave no punitiva para entender las conductas que lesionan el orden social establecido, pensó que allí donde hay alguien cometiendo un daño, previamente ese alguien fue dañado, desalojado, no inscripto en (y por)el otro. Winnicott habla de afecto, de sostén, de contención, de ambiente facilitador, términos que hacen sonrojar a los puristas del lenguaje. E introduce una mirada novedosa: para Winnicott la tendencia antisocial implica una esperanza, y cito:  

“La falta de esperanza es la característica básica del niño deprivado que, por supuesto, no se comporta constantemente en forma antisocial, sino que manifiesta dicha tendencia en sus períodos esperanzados. Esto podrá ocasionar inconvenientes a la sociedad (y a usted, si la bicicleta robada es la suya...), pero quienes no se ven afectados en modo alguno por estos robos compulsivos pueden percibir la esperanza subyacente. Cabe preguntarse si nuestra propensión a encomendar a otros el tratamiento del delincuente no obedecerá, entre otras razones, a que nos desagrada ser víctimas de un robo.”

Siempre vi a Pity como un niño desesperado en un mundo de adultos, un niño viviendo en un planeta tierra siempre algo ajeno. Es mi intención esquivar análisis sociológicos y centrarme arbitraria y parcialmente en su biografía. Para Freud, el complejo de Edipo es la fuente de la ética individual, y la novela familiar de la parentela la constelación desde donde uno comienza a tejer su propia historia. Quienes nos trajeron al mundo nos marcaron a fuego, no hay tabula rasa posible y esas marcas nos acompañarán por el resto de nuestras vidas. 

Este niño herido perdió hace muchos años el Don de la canción que se había creado. No más canciones, no más recitales, pobre lazo social. Denuncias por violencia de género, incidentes viales serios, un disparo a su manager, fotos semi desnudo con un policía. 30 años de adicciones vuelven al hombre más hermoso un zombie.  Las sustancias explican tan sólo una parte de cualquier conducta. Aquél niño desapareció hace años en la total desesperanza. 

En estos días y a partir de mi trabajo, una conocida de Pity me contó que cuando eran chicos ella le hacía de seguridad para entrar a Ciudad Oculta porque era un “pan de Dios” y los pibes lo robaban. También me contó que en ocasiones Pity y sus amigos cuidaron de ella en momentos de extrema vulnerabilidad. Para cuidar a alguien hay que haber sido cuidado.

Ayer mientras miraba cómo avanza la demolición del Elefante Blanco, recordé que en el piso más alto había un graffiti enorme que decía Viejas Locas junto a su logo y lamenté no haberle sacado una foto en su momento. Un símbolo hermoso sobre un edificio que metaforiza las peores caras del estado: corrupto, ausente, vaciado, deudor, de espalda a sus ciudadanos.

Somos arrojados a la existencia con un contrato en la mano: si no lo firman del otro lado estamos al horno. Ya de grandes tenemos la enorme responsabilidad de evitar o hacer control de daños con los niñxs que osemos traer a este mundo. No es posible pensar linealmente, todo es frágil y nadie está a salvo de ser un victimario, el trabajo es reconocer esta posibilidad y asumir como imperativo categórico la posibilidad de la esperanza para reparar lo que se ha roto en nosotros y en los demás, al menos los que tenemos más cerca. Porque pasado un tiempo ya no es posible prevenirlo, hasta los juristas y sus criterios de imputabilidad lo saben.

Pity deberá pagar su deuda en lo real porque no pudo pagarla antes en lo simbólico. Daño sobre daño sobre daño. Hay que sostener la pregunta de si cualquiera puede matar. Hay que sostener la evidencia de que no todos pueden abrigar y dar asilo en su corazón. No hay que olvidarlo, aunque a nadie ya le importe.


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El eco más largo del mundo



Después de horas y horas de ver programas deportivos donde lo más cercano a un argumento o a una reflexión se ve en los cortes, llegando al límite cognitivo de la absorción de palabras, pseudo ideas  y comentarios totalmente contradictorios entre sí llevados al  límite de la paradoja y el paroxismo cósmico, decido escribir para dejar de escuchar.

Desde hace unos días les vengo diciendo a mis amigos y todos aquellos con los que hablamos de fútbol, que –humildemente- lo que tiene que hacer Argentina es resignarse. Sepultar de una vez por todas la supuesta potencia mundial que alguna vez fue. Tener al mejor del mundo de clubes no le da carácter transitivo para la selección. 

El sistema del fútbol argentino está signado por una epistemología de base cero. Una tradición de transmisión -intuitiva- oral es el endeble pilar sobre el cual se organiza el ecosistema que tiene que darle a Messi el ambiente facilitador para que traiga la copa. En este, Maradona puede decir suelto de cuerpo que no hay que comerse el chamuyo de Alemania y perder por goleada, se puede ver al presidente de AFA caminar de rodillas para cumplir una promesa a la virgen, ver al actual DT inventar la etimología de una palabra sin ponerse colorado y hasta negar la planificación como método de trabajo.

El ideal del yo puede ser un gran motor para la vida, pero también un gran freno inhibitorio. La idea de tener algo mejor del mundo entre manos no es para cualquiera, ni siquiera para aquél que sea considerado como tal. Nuestro hombre es el más hermoso en otro contexto, bajo otras normas, dentro de un lenguaje que habla de proyectos, de continuidad, de previsibilidad. Alemania lleva 12 años haciendo más o menos lo mismo, España un poco menos. Acá tenemos al brujo Manuel y un par canales de deportes operándolo con mugre acerca de su vida privada. 

Perder requiere coraje. Perder atraviesa un plano de niveles psíquicos y emocionales que no todos pueden transitar y estar a la altura. Perder requiere una dignidad que la victoria desconoce.

No somos potencia, no podemos atacar todo el tiempo, no podemos salir jugando de abajo, no podemos tener la posesión de la pelota. No ahora, no sabemos, no podemos, no hablamos ese lenguaje. Ya lo dije hace mucho acá

Todo en algún momento se pierde y se desvanece, o es demolido. No es tan grave, viene desde el 86. 
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Las cosas

La cosa. Das Ding. El ombligo del sueño. El objeto petit a. La roca de la castración. El psicoanálisis también ha tratado de nombrar lo que está por fuera del lenguaje. Para Derrida no hay nada por fuera del texto, nada por fuera del lenguaje. ¿Es posible pensar sin palabras? ¿Cómo salir del lenguaje, si todo es lenguaje? ¿O acaso hay múltiples lenguajes y lo que cambia es la relación y la carne que se hace con la gramática? 

Lo real es, pero se ordena de diferentes maneras. La relación con el lenguaje (y lo real) se ha normativizado a tal punto que las disciplinas del encierro pueden lanzar sus garras y privar de la libertad a aquellos que lo habitan de una manera radicalmente disidente. 

A partir de los desarrollos estructuralistas franceses, pero sobre todo desde Lacan, la fuerza del lenguaje como máquina con principios y modos de funcionamientos reglados permitió darle mayor rigurosidad a la práctica delicada de la clínica psicoanalítica, y fundamentalmente ayudó en su transmisión. Foucault en Las palabras y las cosas sintetizó bellamente este giro desde el paradigma biologicista: “una gramática de los signos ha sustituido a una botánica de los síntomas”. 

A partir del discurso de una persona podemos inferir su estructura psíquica. A veces de manera inmediata, a veces se necesita mucho tiempo. La locura se escucha, tiene su propio orden. Para Lacan por ejemplo, el psicótico no puede metaforizar, está pegado a las cosas. La explicación es larguísima.
Hace unos días hubiese sido del cumpleaños de mi madre. Recuerdo su aroma, sus pensamientos, sus palabras, su sonrisa. Pero está sucediendo algo que siempre intuí: estoy comenzando a olvidar su voz. La voz en su materialidad toda: el impacto del aire, el dulzor de su timbre, el estallido de su risa, el aroma de sus símbolos. La voz es un objeto.

Así se entiende más fácilmente a las alucinaciones (auditivas o visuales) como significantes que se han soltado de la cadena de representaciones. Se autonomizan, se salen de la gramática. Y generalmente, se medican. Nadie quiere a un dadaísta.

No hay lenguaje único. El lenguaje nos habita, somos hablados por el lenguaje. Pero no somos totalmente dependientes. El lenguaje como sistema abierto, como arma cargada de futuro nos permite rasgar la celosía de lo dado y abrir líneas de fugas que permitan vivir en la diferencia, poetizando la vida.

Si la libertad para expresarse alguna vez fue el objeto a prohibir es porque la palabra puede subvertir a los sujetos, al orden establecido, a plantear las preguntas incómodas. El poder teme la libertad. No se dejen silenciar, tengan su lenguaje. No olviden su voz.


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Dolor país




Silvia Bleichmar tiene una trilogía de libros maravillosos (“Dolor país”; “No me hubiera gustado morir en los 90” y “El desmantelamiento de la subjetividad”) donde pensó y problematizó con maestría y lucidez única la década infame, el crack up del 2001 y el recomenzar de mediados de los 2000. 

Con la potencia radical con la que sólo un puñado de argentinos se han expresado, Bleichmar puso de relieve las marcas en las subjetividades de la época. Cómo la ausencia de futuro, la caída de los proyectos identificatorios y la urgencia de la realidad se hacían inasimilables, imposibles de metabolizar, traumáticas. 

Bleichmar leyó los síntomas sociales, los sentimientos colectivos y puso en palabras el grito desesperado de una sociedad que no paraba de caer. Pero como en toda caída parece haber luego una salida (o rebote), también abordó los resortes subjetivos para la resistencia y los posicionamientos éticos que permiten al sujeto luchar contra los movimientos desidentificatorios que en una coyuntura determinada atentan contra la existencia.

¿Cuáles son las estrategias, no sólo de supervivencia fáctica, sino psíquica? ¿Cuál es el alimento psíquico que se necesita para no sentirse derrotado, deprimido y vaciado? ¿Cuáles son los reservorios de capital simbólico y sentimental para evitar que se rompan los lazos sociales cuando todo comienza a resquebrajarse? ¿Qué lugar tiene lo comunitario como vacuna contra el solipsismo?

Cuando lo cuantitativo pasa al primer plano (el dólar, la inflación, la deuda, los intereses de la deuda, el rating, los millones offshore, los millones robados, el déficit fiscal, el porcentaje de aumento del alquiler, el riesgo país, el Indec, las tarifas, los días de descuentos, lebacs) la vida se degrada.

Lo cuantitativo pega en el cuerpo, resuena en mecanismos más arcaicos de funcionamiento mental, agita el miedo, advierte al animal. Cuando los números lo toman todo, lo cualitativo pierde densidad y el cuerpo lo paga. Aumentan las enfermedades psicosomáticas, los suicidios, las depresiones, la violencia en general. Cuando la desigualdad se agiganta se abren mil puntos de fuga que convergen en la retaliación y la represión del estado. Cuando todos son números, nadie es demasiado humano.

Siento nuevamente el dolor país entre mis más cercanos, entre mis compañeros y compañeras, entre la gente con la que trabajo. Se ha instalado un post liberalismo sádico, eficiente en sus propios términos, audaz, decidido y experto comunicador, que sobre la base de un modelo cansado y que pedía a gritos renovación, ingresó a  nuestras vidas como un troyano y todavía gran parte de la sociedad está en shock. O como lector en las redes sociales, que es como estar en shock.

Mi yo anterior no citaría lo siguiente: “quienes se jactan de no sufrir el dolor de la pérdida de esperanza  por un mundo distinto “porque nunca creyeron”, dan cuenta de un razonamiento tan lamentable  como el de quien fuera al velatorio  de la mujer de su amigo diciendo: “qué suerte que nunca me enamoré, para no sufrir lo perdido”. A diferencia de ello, quien ha amado, puede volver a amar, porque un desencantado es alguien que sufre por el encantamiento previo, pero esta circulación constituye una manera de estar vivo, ya que podemos defendernos de todas las ilusiones, pero estaremos muertos  antes de dar la batalla si renunciamos a la esperanza” (Silvia Bleichmar, Dolor país. 2001, 35).

Walter Benjamin dijo que sólo por nuestro amor a los desesperados conservamos todavía la esperanza. ¿Y si esos desesperados somos nosotros? A no retroceder.

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Nueva piel para la vieja ceremonia

I ache in the places where I used to play (Leonard Cohen, Tower of song)

En el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños,
yo era feliz y nadie había muerto (Fernando Pessoa, Aniversario)


Recuerdo las noches de angustia salvaje en mi departamento cuyo dormitorio daba a la calle. Era imposible dormir con una ventana que temblaba con cada paso de cualquier auto o colectivo. Desde mi cama escuchaba todas las conversaciones de quienes pasaban por la vereda.

Vivir en el centro era un castigo. Sólo entre las 2 y las 5 de la mañana se podía descansar realmente. El insomnio debe ser lo más parecido a la desorganización psicótica a la que un neurótico -sin intoxicarse- puede acceder.

La habitación además, era difícil de oscurecer. Tenía una persiana de madera poco funcional, y las cortinas estaban muy separadas de la ventana. Las aberturas eran  viejas y entraba viento todo el tiempo. Estoy seguro de que mis amigos todavía deben pensar que era un lindo departamento, pero a decir verdad era un engendro poco apto para ser habitado por cualquier persona.

Murió Leonard Cohen y después de decenas de canciones que se me vinieron a la mente, volvió una imagen de una noche a oscuras en esa habitación escuchando en repeat “The partisan” y “the tower of song” deshojando como un cirujano cada palabra y cada frase, sumido en un profundo trance de lenguaje.

“Oh, the wind, the wind is blowing,
through the graves the wind is blowing,
freedom soon will come;
then we'll come from the shadows.”

Quienes alguna vez nos entregamos con pasión a las palabras, sabemos de su materialidad, sus raíces y resonancias. Y no sólo quienes nos dedicamos a tratar de aliviar el sufrimiento mediante su uso, sino todos aquellos que pueden advertir que una palabra nos devuelve lo perdido y olvidado, nos contiene lo indecible, nos ayuda a hacer pensable lo impensable, hace lugar para el  espacio del futuro y nos enferma y nos cura.

Hace unos días Leonard dijo que estaba listo para morir. Y le creí. Dicen quienes han muerto que ella se siente de manera inconfundible.

Siento su muerte cercana. Leonard me ayudó a reflexionar sobre la vida y me enseñó sobre la dignidad, el vacío, el amor, la muerte y la pasión. Todo gran artista tiene esa capacidad.  

Leonard se escurre suavemente hacia la oscuridad de la última habitación, regresa a los bosques y a las flores. Esta es su manera de decir adiós.

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Tu casa ya no está



Paul Auster hizo de su biografía un género literario (A salto de mata, La invención de la soledad, Diario de invierno). Tomo este atajo para permitirme la auto referencia. 

Por estos días cumpliría 100 años mi abuelo Juan. Un hombre solo está verdaderamente muerto, decía Borges, cuando muere a su vez el último hombre que lo ha conocido. Quizás quede solo un adulto que pueda dar testimonio de quién era Juan. Pero como todo recuerdo es fragmentario y toda verdad una ficción, prefiero reconstruirlo con mis retazos oídos, vistos e imaginados.

Hasta donde se, Juan no hizo nada de manera sistemática. No tuvo estudios formales pero si varias pasiones, entre ellas el tango, la hipocondría y las mujeres. Difícil decir cuál le gustaba más.
Nunca duró mucho en sus trabajos, aunque alternó entre el correo, changas, administrativo en un laboratorio de una obra social (el paraíso para un hipocondríaco), largos períodos de desempleo e internaciones voluntarias de hidroterapias para calmar los nervios.  

Era alto, delgado, de ojos claros y usaba gomina para estirar sus rulos. Era un dandy sin plata que dependía muchas veces de sus hermanos para parar la olla de su familia. Gracias a ellos mi madre y tío no pasaron grandes privaciones. Por esa propiciación de la red próxima y de la ciudad, pudieron alcanzar la educación universitaria y romper la inercia que la historia les había puesto en su futuro.

Juan era cariñoso y amable con sus nietos, y según recuerdo tenia buen humor mientras ninguna dolencia mortal lo aquejara.

Pero era su no-estar-ahí lo que lo caracterizaba: mientras que su hermano pasaba a buscar a mi mamá por la facultad y la llevaba a comprar libros, cuando él se la cruzaba con sus amigas, se hacía pasar por su tío para poder coquetear con ellas.

Como nieto tuve pocos años de contacto con él, pero recuerdo varias cosas. Se me vienen tres imágenes: una bolsita de red con bolitas chinas de regalo, un truco que hacía con una pelotita de frontón sobre su muñeca, y su voz  saliendo de una habitación a oscuras en el primero de tres períodos que vivió con nosotros, cantando bajito el tango Percal: “la juventud se fue, tu casa ya no está…”. Yo tenía 6 años y ya estaba familiarizado con la idea de lo siniestro y la melancolía.

Como personaje literario es muy rico (y estoy escatimando información) pero no lo es tanto para tenerlo como padre. Pero cada persona es un sistema complejo, contradictorio e impredecible. De él salió una mujer que dedicó gran parte de su vida a ser lo opuesto y compensar todo los vacíos que él fue. Y también uno de los diputados más jóvenes de Santa Fe. Alguna vez mi mamá me confesó que trabajaba tanto porque le había quedado el miedo de todas las veces que necesitó y  no tuvo, por eso cuando le decía que necesitaba una lapicera, me compraba dos, como un reflejo  de posguerra.
Nadie que esté tan ensimismado puede darle mucho a los demás.  Y sus últimos años no fueron la excepción. Recuerdo el sufrimiento de mi madre y los dolores de cabeza que Juan le provocó. Supongo que no es fácil morirse, la libido intoxica.

No tengo nada material que haya sido de Juan, pero me pregunto qué parte del software trasgeneracional del que estamos hechos, opera y es eficaz tras nuestra conciencia. Porque el lenguaje es el código que apretando los botones correctos trae a la pantalla esos flashes pictóricos, esos aromas de Nesquik.

Porque el idioma de infancia es un secreto entre los dos, y porque todavía hay gente viva que los ha conocido. 

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