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La guerra al cerdo




“volvió esa noche, nunca lo olvido, con la mirada triste y sin luz, y tuve miedo de aquel espectro que fue locura en mi juventud. Se fue en silencio, sin un reproche, busque un espejo y me quise mirar, había en mi frente tantos inviernos, que tambien ella tuvo piedad”.
 Volvió una noche. Gardel-Le Pera


Tuve que levantarme a buscar un lápiz. Tanto que le critico que no hay que marcar los libros, tuve que empujarme mis palabras y empezar a poner corchetes –mientras daba pequeños gritos de hurras sofocados- ante los estiletes de bravura, sutileza y sofisticación de quizás el novelista top 5 de la literatura argentina, el narrador de pulso recoletamente firme.

¡Haber empezado a hacerlo antes! Pero ya iba la página 85, y se lee:

“La mirada de cerca. Fijaba los ojos en los labios, en detalles de la piel, en el cuello, en las manos que le parecían expresivas y misteriosas. De pronto creyó que no besarla era una privación intolerable. Se dijo: “estoy loco”. Recapacitó que si la besaba, estropearía toda la ternura que ella tan espontáneamente le prodigaba. Caeria tal vez en el error que la desilusionaría, que lo exhibiría como un individuo insensible, incapaz de interpretar correctamente una efusión de generosidad; como un hipócrita, que se finge bueno, mientras hierve de apetitos groseros; como un tonto que se atreve a expresarlos. Penso: “Esto no me pasaba antes” (y se dijo que el comentario se le volvia habitual). “En una situación así yo era un hombre frente a una mujer; ahora…”

Un pequeño tratado sobre una (la) cosmovisión masculina que comienza y termina con mujeres, amigos y muerte, desde la punta de la pirámide demográfica. 

“Creyó por primera vez entender porqué se decía que la vida es sueño: si uno vive bastante, los hechos de su vida, como los de un sueño, se vuelven incomunicables porque a nadie interesan.”

El patíbulo es todo el tiempo.

“Después de tantos años de amistad, por primera vez entraba en el cuarto de Néstor. Vagamente miró retratos de personas desconocidas y pensó: “La intimidad que dejamos de lado no impidió que fuéramos amigos”. Esta observación lo incitó a reflexionar sentenciosamente: “Hoy todo el mundo es íntimo; amigo, nadie”
(¡fucking 1968!)

Si hablo lo afeo.

"También da vértigo el futuro –continuó Arevalo-. Lo imagino como un precipio al revés. Por el borde asoman gente y cosas nuevas, como si fueran a quedarse, pero también caen y desaparecen en la nada.”

Más.
 
"Quizá una de las pocas enseñanzas de la vida fuera que nadie debe romper una vieja amistad porque sorprenda una debilidad o una miseria en el amigo. En el conventillo descubrió que toda persona, en la intimidad, es repulsivamente débil, pero también, por los compromisos de vivir y morir, valiente.”

No alcanza la vida para leer lo que queremos, pero hay libros que te obligan a terminarlos cuanto antes, no vaya a ser cosa que si lo bajamos y dejamos librado a pequeños olvidos, terribles cosas nos pasen: los cerdos nos muerdan los pies y un búho (filósofo) nos saque los ojos.

Final de año y las palabras en este panfleto son de otro. 42 años me esperó Bioy en la biblioteca familiar, tenía que hacerle alguna justicia. Y el lápiz tanto no mancha.


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La noche que en el Sur


 ¿Quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?
 "Limites". J.L.Borges.

Hace ya un par de años que no me pasa, pero cada vez que tenía que irme de una ciudad a otra para el receso de fin de año me agarraba algo menor a una angustia, podríamos decir una “cosa”; que comenzaba unas horas previas al viaje en la situación de armado de bolso y retoques finales de heladera limpia, seca y con algo trabando la puerta, cerrar el gas, bajar los tapones, dejar la ventana un poco abierta, lo justo para que ventilara algo y lo justo para que en caso de lluvia no entrara mucha agua. Con eso tenía bastante, por suerte la sensación de olvidarse cosas nunca me tuvo en sus filas.

Claro está que la cita al poema -nunca mejor titulado- de Borges no es azarosa. Solía acompañarme con mayor presencia en aquellos años que en éstos, y sólo es una diferencia cuantitativa. La idea; prestando atención, está ahí disponible para todos, basta poner la pelota riquelmeanamente bajo la suela y dejar que los otros pasen de largo. Esa certeza entraba y salía del bolso.

Llega fin de año y por más que uno no quiera plegarse deliberadamente a los balances burocráticos y saldos sentimentales, como en Teorema, el ejercicio se impone. Asumida la tragedia deportiva y siendo la vuelta a un año más benévolo el único deseo que podría pedir si al soplar el calendario algo pudiera suceder, vuelvo a la escena del bolso y a preguntarme por todas aquellas a las que por distintos y claroscuros motivos dejé (y dejaron) de hablarme. Será que como dice la canción de AC, en estos días “tuve tiempo de pensar en el pasado, entonces tu nombre recordé”. Esa es quizás una parte de la verdad, la otra de dónde dejar el bolso por mucho tiempo es otra, el despedirse otra, el saberlo otra.

Lo conmino a usted lector a que piense en alguien relevante para su biografía de quién se haya despedido sin saberlo y ya no tenga contacto. No se deprima, que en este blog nadie lo hace, y luego le dejo una pregunta para que conteste en su casa y la traiga después de las vacaciones, puede pedir ayuda a quien quiera: ¿Se puede morir una ciudad? Los Paper Lace dicen que sí.

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Teorema


Pienso: ¿Cómo contar algo sin decirlo casi todo? Me contesto: aunque quisiera no podría, entonces tan solo unas ideas que espero no adelanten demasiado la maravillosa película que vi este fin de semana.

Teorema (1968), de P.P.Pasolini muestra de manera brutal como ninguna otra película que yo recuerde;  la tragedia que puede resultar del develamiento de –al menos- una verdad personal, íntima, de esas que van al carozo del ser, silenciada por mucho tiempo y de la que no se quería saber nada.

Una familia burguesa de Milán (Papá, mamá, hijo e hija adolescentes) recibe una carta que dice: “Llego mañana”. Al día siguiente “un muchacho” de rostro angelical (¿el proto Alex De Large?) se instala en la mansión y comienza a empujar todo aquello que en los integrantes de la familia (más la sirvienta) estaba sofocado. Ángel y demonio, fuerza intrusiva que les destruye la vida como la conocían. La verdad develada fuera de tiempo los dispara hacia la catatonía en la hija, un maniático y frío desenfreno sexual  en la madre,  un trance místico y de devoción supina en la sirvienta, un despertar homosexual y artístico en el hijo y otro tanto en el padre, que regala su fábrica a los obreros y se entrega en cuerpo y alma a la inmensidad. No quiero decirles cómo logra eso en ellos este Robledo Puch, ese lugar de sombra se los dejo a ustedes, la sombra que ni El conoce.

A Edipo lo corre una verdad, a Hamlet lo corre una verdad, a usted lector lo corre una verdad, a todos nos corre alguna verdad que una vez hecha carne y alumbramiento nos será imposible volver al estado anterior y negarla (podemos, pero lo sabemos), los pequeños Rubicones que el devenir nos incita a cruzar no sólo son simbólicos.

Entre querer saber y no querer saber pasa un río, unos son nuestros amigos y novias, los otros son los bárbaros con cuenta sueldo y prescripciones de ansiolíticos. 
 
Todo sería verdad si no fuese por una pequeña cosita que nos obliga a bañarnos de humildad: el inconsciente.
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Teléfonos / White Trash


Recuerdo cuando escuché por primera vez “Teléfonos/White trash” de Sumo, tendría unos 14 o 15 años. Opresiva y deslumbrante, un grupo de rock que cantaba las flores del mal. La imagen de un teléfono sonando en una habitación vacía era muy fuerte. Pensaba en un suicida, en alguien que había llegado demasiado temprano o demasiado tarde. Los teléfonos pueblan las canciones de rock, desde Charly y su peluca telefónicaFito y sus cables de Entel, pasando por Estelares y la habitación donde se escucha el telefono, y varias más que podrían ser material para algún ensayito de alguien más metódico que yo. El teléfono como las cartas, como los puentes. Y es posible que del otro lado no contesten, es la premisa que lo sostiene.

Yo tenía algo con los telefonos públicos, me gustaba usarlos, 20 centavos y ya, la moneda de un peso valía doble. Por un tiempo coexistieron en mí con el celular. De hecho el primero me lo regalaron y desde ese entonces (no muchos años, 5  quizás) he abandonado al teléfono público. Solía usarlo mayoritariamente para llamar a chicas (primeras citas o “estoy cerca de tu casa”), la situación de estar en la calle y tener que llamar al fijo de un hogar era toda una situación. Más atrás aun, antes del 2000 si uno quería llamar a una chica, tenía que hacerlo al lugar donde probablemente atendería el padre o la madre, una situación espantosa para quien quisiera desposar a la adolescente del inmueble (nota: todo esto rige para los teléfonos fijos sin identificador de llamada, la sorpresa es fundamental).  El uso del celular sin duda ha producido cambios en las subjetividades, como marca de época, los control freaks podrán acosar a sus parejas o a quienes quieran con la excusa de saber cómo están, que hacen, lo mismo para las madres. Yo diría que está bien no atender el celular cuando uno no tiene ganas, ni contestar mensajes si tampoco quiere (otra nota: los mensajes, así como los mails: llegan, no sirve como excusa), o bien, apagarlo.

Había que ir a la guía a buscar los teléfonos (que antes habíamos usado para llamar y molestar a los de apellidos graciosos), como hizo Bielsa sin suerte hace poco para tratar de contestarle a un tipo que escribió una carta de lectores a un diario (¡genio!).

En estos tiempos tan aparentemente veloces donde las personas navegan por internet con sus celulares, la cantidad borrará todo de nuestra y de las memorias. Una carta quedará toda una vida para ser recuperada, los mails se borran en un par de años, sin ir más lejos toda la correspondencia virtual de algún valor la he perdido en servidores de cualquier país y sólo quedan para los trabajos de archivo de la biografia de fantasía, digamos, lo previo al año 2000 (O usar el Outlook).

Como sabrá usted lector de este panfleto, la lógica que impera es la de la perdigonada, se abre en  muchas direcciones y alguna le pegará.  Acabo de escribir esto cuando tendría que estar haciendo la segunda entrada de Los condenados de la tierra, porque ya nadie quiere los teléfonos públicos.

You know my name (look up the number).

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Perder la división


Unos días después de consumado el descenso de Central vi un llamdo a un concurso de cuentos de fútbol, así que como terapia decidí ver si podía hacer de la escritura un pequeño trabajo de duelo. Escribí el cuento que lleva el título de la entrada una noche de un tirón. Al día siguiente tenía cosas que hacer cerca del correo así que lo envíe. Hoy entré a ver los resultados del concurso y noté que coexistían dos direcciones postales para enviar los cuentos, una que se agregó en algún momento posterior a la convocatoria (que terminaría siendo la final) y la dirección original (que aun está en la página, en las bases) a la cual envié el cuento. Jamás sabré si alguien lo leyó, así que le doy luz en este espacio semi privado. 
Perder la división

Súbitamente el cielo se cerró dando paso a un temporal de lluvia, viento y granizo.  Julián había estado esperando toda la semana aquella tarde de domingo para jugar ese partido; pero el clima, impredecible como siempre, se había opuesto a su anhelo.

Volvió a su casa con el andar de quien entra al patíbulo, sus pies embarrados marcaban las huellas de la pesada decepción. Se marchó sin despedirse de sus amigos, tal era la tormenta que todos se dieron cuenta sin mirarse que así no se podía jugar. Como consuelo sabían que la cancha no podría aguantar cinco minutos en esas condiciones. Se quitó los botines en la puerta de su habitación, su madre corrió a levantarlos, ensayó un reproche pero al ver el semblante de su adolescente hijo tuvo piedad y pensó que sólo era un poco de barro, los llevó a la pileta del lavadero y con el trapo de piso borró una parte del recorrido del condenado.
 
Ya en su habitación Julián subió la persiana, se quitó la ropa y se metió a la cama. Efectivamente la tarde se había vuelto noche en minutos, el cielo era iluminado por rayos y desafiado por el viento. Cada tanto la lluvia cambiaba su dirección de caída y golpeaba directamente contra la ventana. Las pocas luces que entraban desde la calle permitían iluminar la esquina que formaban la pared y el techo a los pies de su cama y se podía ver cómo recrudecía la histórica filtración, como una herida imposible de cerrar. A su izquierda el calor del viejo calefactor catalítico movía las vendas que Julián había colgado en los soportes de la biblioteca.

Las sábanas secaban su cuerpo mientras no dejaba de lamentarse por la oportunidad perdida, había estado toda la semana enfermo y sólo el día anterior había vuelto a jugar. Aunque solidarios, los amigos no dudarían en reemplazarlo si les fallaba seguido, regla implícita de ese y de la mayoría de los barrios.

La lluvia no paraba y la habitación era cada vez más pequeña, agobiante y oscura, momento en el que su cuerpo dijo basta y lo sumergió en el sueño. Julián se durmió profundamente. A la media hora comenzó este sueño: Julián mirando atentamente el empeine de su pie izquierdo apoyado sobre el largo banco del vestuario vendándose con paciencia de artesano, a sus costados algunos jugadores en pantalones cortos azules con los números en amarillo charlaban sobre sus hijos y posibles pases al exterior. Sintió que alguien apoyaba el pie a su lado para vendarse como él, comparó tamaños y ante la tremenda diferencia comenzó a recorrer de abajo hacia arriba para cerciorarse quién era el desproporcionado. Para su sorpresa a su lado se estaba cambiando Horacio el “Petaco” Carbonari, correcto defensor de formidable pegada que salió de Rosario Central y supo generar grandes amores por un breve período de tiempo. Giró su cabeza hacia la derecha y encontró a Vitamina Sánchez, uno de los últimos grandes jugadores que dio la institución canalla durante la década de los noventas, exquisito armador y estratega. Siguió barriendo el vestuario con la mirada y notó a Coudet, Falaschi, el polillita Da Silva, los jugadores que conformaron el plantel ganador de la Conmebol 1995. Terminó de vendarse el otro pie, se calzó los botines y se puso la camiseta número seis de Rosario Central con total tranquilidad, el sueño respetaba el amor de la vigilia. Se levantó, a lo lejos el viejo Zof miraba con los brazos en jarra hacia afuera por una de las pequeñas ventanas del vestuario, Julián se dirigió presuroso hacia el baño, cruzó frente a un espejo, notó algo raro y caminando hacia atrás notó que era un adolescente y tenía la misma cara con restos de acné de siempre, despeinado y con su ortodoncia que lo volvía tremendamente frágil ante cualquier pelotazo o manotazo en la cara, situación que le hacía sentir el gusto a hierro de la sangre. Por suerte la ropa le quedaba a medida, no estaba ridículo, se acercó al espejo, se miró detenidamente, dejó fija su cabeza y giró su cuerpo para poder ver su dorsal: “nailuj” leyó, o “Julián” si pudiera verse directamente. Se volvió hacia sus compañeros y leyó sus espaldas, todos tenían su apellido y él su nombre.

Fue al baño, el ruido de los tapones contra el cerámico lo llenaba de alegría, era la música conocida, la del juego y los amigos. Cerró los ojos y escuchó por primera vez el canto de la hinchada que entraba por todos lados, los apretó con fuerza una vez más y escuchó su nombre: “Julián, Julián, ¡Julián!” cada vez más fuerte aunque sin ritmo futbolero, era su madre que lo llamaba a cenar.

-Mamá la puta madre, estaba soñando algo hermoso –dijo Julián.
-Dale, a comer, vamos, no es hora para dormir –señaló su madre.
-No tengo ganas, como después.
-Como quieras.

Julián dio media vuelta y dándole la espalda a la puerta; con pasmosa facilidad volvió a dormirse y a continuar el mismo sueño.

Salió del baño, estaba por comenzar la charla técnica, el viejo Zof habló sólo cinco minutos, tiempo suficiente para refrescar los conceptos trabajados en la semana. Le llamó la atención que Zof tuviera la voz de Victor Hugo Morales. Todos lo palmearon, le dieron ánimos y le pidieron que no se achicara ante los delanteros contrarios.

Comenzó el partido, Central jugaba en el Gigante de Arroyito contra San Lorenzo, la primera pelota que le llegó fue un pase de un volante  hacia atrás que con solvencia abrió bien para un lateral, sin riesgo. La segunda pelota que tuvo que despejar fue un rechazo contrario de Manusovich en el que el Gallego González le mostró el rigor de primera y le dejó el codo en el cuello. Pero Julián no tuvo miedo, promediando el primer tiempo, en un contragolpe cuervo quedó mano a mano con el Perro Arbarello y resolvió con gran categoría para sus quince años, extirpándosela como un cirujano un lunar. Ya en el segundo tiempo y con el marcador favorable a Central, comenzaron los primeros sobresaltos: un cabezazo del Pampa Biaggio que pasó cerca, un tiro en el palo de Rivadero y finalmente el gol de descuento de Silas de penal. Todo demasiado vívido para que fuera un sueño. En la última jugada del partido y con los veintidós jugadores dentro del área canalla, la pelota cayó al primer palo, el arquero salió a cortar y quedó a mitad de camino, alguien cabeceó hacia atrás y cuando el Pampa Biaggio se disponía a rematar sin oposición y decretar el empate, Julián se tiró al piso y trabó con su cabeza la pelota impulsada por el pie del delantero. Se fue desviada, terminó el partido y Central festejó, pero Julián había perdido el conocimiento. Sus compañeros fueron a abrazarlo y se dieron cuenta que no se movía, el impacto había provocado un muy mal movimiento en su cuello. Los médicos corrieron a su encuentro, el camioncito que lleva a los lastimados iba a la zaga, éstos llegaron, pusieron el cuello ortopédico y lo subieron rápidamente a una ambulancia.

Julián trató de despertar pero no pudo. Su hermano saltó la barrera que separa la platea del campo de juego y logró subirse a la ambulancia para acompañarlo. En la camilla yacía inconsciente el cuerpo de un hombre que con su arrojo había ahogado el grito de miles y despertado el corazón de muchos más.

Julián entró en coma esa misma noche, su madre se lo atribuyó al calefactor que no tenía salida al exterior, en tanto que el hermano –más poético y enigmático- dijo que solamente estaba durmiendo el sueño de los héroes. El primer año que Julián estuvo conectado a unos aparatos pasaron muchas cosas, entre ellas Tinelli abandonó la televisión, Estados Unidos se retiró de Irak y Central descendió de división. Justo, su hermano, solía decir que envidiaba el estado de Julián ya que no había estado consciente para vivir y sufrir lo que es perder la división –y no la categoría, como aclaraba cada vez que podía-. “Qué hijo de puta, de la que se salvó” solía bufar por lo bajo tratando de que su madre no lo escuchara. Durante la semana se turnaban para visitarlo con algunos amigos y una tía que lo quería mucho. Le contaban sus penurias, le leían el diario, comentaban la televisión, lo peinaban, pero sobre todo le hablaban de Central. Los días de partido eran visita obligada de algún familiar para que le pusiera la radio y viviera junto a él esos noventa y pico de minutos donde el ritmo cardíaco sufría alteraciones (pero en el sueño, el viaje –vuelo- continuaba, la ambulancia no terminaba nunca de salir del estadio) y las fosas nasales se dilataban.

El descenso desató una virtual guerra civil en Rosario, las tropas canallas se movilizaron varias semanas, amenazaron jugadores, exiliaron dirigentes y sumaron nuevos socios al padrón del club, todo mientras Julián salía del Gigante.

El torneo se presentó difícil como era de esperar, en las primeras seis fechas se cosecharon dos empates, dos derrotas y dos triunfos, las tropas esperaban a la vera del río y en las afueras de la ciudad, prestas para salir a cazar a quien sea. El hermano de Julián iba a la cancha cuando podía, cuando su trabajo y su paternidad lo dejaban (eso también había sucedido, pero no era tan importante como para mencionar). El final de la primera ronda encontró a Central en la séptima posición, lejos de los ascensos directos y de la promoción. Los hospitales cada vez recibían más personas con situaciones cardíacas delicadas, el Nacional B amenazaba con afinar la pirámide demográfica canalla. Luego de rumores de cambio de técnico y dudas sembradas sobre varios jugadores, los elementos comenzaron a amalgamarse y el equipo comenzó a ganar, se anotó una seguidilla de cinco victorias consecutivas que lo depositó en la tercera colocación a un punto del segundo faltando tan sólo una fecha. En la última se iba contra Defensa y Justicia de local. Entre aquella mejoría la que faltaba era la de Julián, que estaba al tanto del asunto por su hermano y la radio de la ambulancia. El partido final -que de ganar Central y empatar o perder el segundo, aseguraría la vuelta a Primera- se jugaría un domingo. Justo había estado tratando de convencer a su madre y a las autoridades del hospital que lo dejaran llevar a Julián al estadio, que no podía no estar presente, que nunca se lo perdonaría. De ambos lados recibió una negativa, pero el domingo al mediodía del partido, Justo consiguió la complicidad de su tía y fueron al hospital a buscarlo. Todo el personal estaba pendiente del encuentro, algunos miraban la transmisión de la televisión, otros escuchan la radio, otros se habían encerrado en armarios para no vivirlo, así que la salida fue fácil: lo cargaron en una silla de ruedas y salieron por la puerta del hospital sin resistencia. Pero el día no acompañaba, caían las primeras gotas y el cielo se encapotaba con rapidez. Al llegar al estadio los encantos de la tía abrieron molinetes y algunos accesos hasta llegar al sector que está a un costado del túnel donde salen los jugadores, detrás de los carteles de publicidad.

Las entradas estaban sobrevendidas, no cabía una sola persona más en el Gigante ni en las inmediaciones. Justo miró a su tía y pensó que era una genia y probablemente una libertina. Julián parecía tener otro color en la piel, pero aun así había que sostenerle el cuello para que no se fuera su cabeza hacia atrás, y el paraguas para que no lo mojara ni a el ni a su bata ni a su gorrito azul y amarillo canalla.

El primer tiempo terminó empatado a cero. La lluvia le daba un ambiente aun más épico al partido. Cuando pasaron los jugadores para el vestuario en el entretiempo; Justo pudo ver del otro lado del túnel a Vitamina y a Carbonari detrás de los carteles como ellos. La ambulancia había encendido las sirenas para avanzar. El equipo salió con fuerza y desorden a conseguir el resultado, la voz del estadio había anunciado que el segundo había perdido y un gol los devolvería a Primera. La tía cada vez menos cómplice se preocupaba por Julián tomándolo de la mano y por Justo que estaba a punto de perder su voz entre el frío y la desesperación. Pero a los treinta minutos llegó un córner bajo desde la derecha, un rechazo con pifie del defensor de Defensa y Justicia y la pelota hizo una parábola ridícula y terminó metiéndose en el arco visitante. Delirio y fervor en las tribunas: Justo invadió el campo de juego, los jugadores formaron una montaña humana irreconocible, mientras en la ambulancia Julián se sentaba y quitaba el cuello ortopédico, en la cancha le apretaba con fuerza la mano a su tía que ya no le sostenía el cuello y en su habitación la filtración comenzaba a secarse.
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