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Cruel en el cartel


Ayer en la Comisaría del Humor (lugar en el que nos juntamos con los ogros amigos) mientras charlábamos sobre las zonceras más irrelevantes –apasionantes-, y hacíamos los comentarios más improbables sobre diversos temas, modulando nuestras voces como niños, algunas hipótesis e ideas encontraban en el silencio posterior algún asidero.

El silencio no tiene cualidad, uno se lo pone. Entre tanta risa es dificil que surja. Cuando Jimmy Page contó que se había hecho su primera guitarra con sus manos, hubo uno de respeto. El rockumental que nos juntó fue una buena excusa.

Hoy pensaba en otros silencios. Por ejemplo el que provocó el padre de Wanda Taddei hace unos días cuando prácticamente le echaba la culpa a su hija de lo sucedido, contaba sin pudor cómo ella había tenido problemas con las drogas desde que era pequeña, las peleas con su ex marido y con el actual, pero sobre todo dos conductas: cortarle la luz de la casa al baterista de Callejeros sabiendo que el no soportaba estar a oscuras sin entrar en pánico, y hablarle de la madre muerta “cuando se daban” con Vázquez. Silencio, salvo el del muñeco de torta G. Andino que se entusiasmaba oliendo sangre. Nadie se atrevió a decir que ese padre era un tanto extraño.

En otro momento de la noche, le dije a uno que contaba algo sobre una chica, que algunas personas suelen estar sostenidas en la mirada de los otros, y que esa posición de ser adorada puede imposibilitar verlo a el en su situación actual. Hipótesis. Silencios.

Hace unos días pudimos ver la entrevista en la que el ex economista (¿?) Bonelli con su delaruístico tono de voz sometía y juzgaba a la Hiena Barrios, quien en una interesante confesión, dijo que (sea verdad o no) pensó en suicidarse estando detenido, pero que no lo hizo porque sabía que le iban a sacar una foto y de alguna manera se iba a filtrar, y no quería que sus hijos lo vieran de esa manera.

La fuerza de una mirada, tanto que hizo que no se matara, al igual que cuenta Maradona que la mirada de sus hijas lo salvaron, que por ellas decidió intentar vivir un poco más. Como el silencio, la mirada en si no dice nada, hay que revestirla de una condición, de una palabra. Y no es algo insustancial. ¿Acaso no hay miradas que atraviesan?

Roberto Arlt en su aguafuerte (“He visto morir”) cuenta el fusilamiento de Severino di Giovanni, nos dice que cuando lo sientan y lo atan para fusilarlo y le están por poner la venda en los ojos, éste grita:

venda no”. Y continúa:

”Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso. Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?

— Pelotón, firme. Apunten.

La voz del reo estalla metálica, vibrante:

— ¡Viva la anarquía!
— ¡Fuego! …

Cómo romper las miradas, cómo desviar los silencios, cómo hacerlos hablar. Miradas que sostienen y salvan. Miradas que destruyen. Todo un abanico que depende del timing y que no es sin consecuencias.

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El mal sin pasión


Hanna Arendt –periodista norteamericana- en ocasión de presenciar el juicio al ingeniero del Holocausto, Adolf Eichmann, habló de la “banalidad del mal”.

Hay que hacer unas aclaraciones sobre el término: en inglés “banality” significa trivial, y en una segunda acepción, algo obvio, predecible, un lugar común. En castellano según la RAE significa trivial, común, insustancial. El énfasis está puesto entonces no tanto en que no sea muy importante sino en su omnipresente cotidianeidad.

Arendt se refirió a esa banalidad cuando pudo notar -cubriendo el juicio- que aquellas personas que llevaron a cabo esas monstruosas tareas de aniquilar millones de personas, eran personas comunes, capaces de disfrutar del arte, ser atentos con sus compañeros y familia, adoraban a sus hijos y no eran psicópatas, ni demonios, ni monstruos sádicos salvajes dignos de la psiquiatría o de otras ciencias oscuras; sino simples burócratas con ambiciones medias de dinero y de escalar en la pirámide social. Según Arendt, estos funcionarios eran incapaces de pensar con autonomía y utilizaban continuamente frases hechas y clisés. Los mandaban a freír 20 mil en un día y simplemente lo hacían. Buenos empleados.

Siguiendo esta línea, ¿No son acaso Cobos, Redrado, Morales Solá, y algunos escribas de Clarín ejemplos locales de esta banalidad? De más está decir que los crímenes de los primeros no se pueden comparar con los segundos a nivel de las consecuencias, pero si de funcionalidad y pragmatismo. Oponerse por el sólo hecho de hacerlo sin contrapropuestas viables es como marcar tarjeta. Ahora piden cuidado en cómo hay que hablarles a los ingleses no vaya a ser cosa que se enojen y nos hagan chas chas político. Cipayos.

También podemos ver algunos periodistas como Magdalena Ruiz Guiñazú o Locomotora Castro que actúan desde el más visceral odio contra el Gobierno, esos nos caen más simpáticos en su hijaputez que los primeros, quizás por nuestro gusto por altos grados de honestidad, pero aun así son detestables. Para otro momento queda el debate acerca de un empleado disidente, que postura debería tomar.

Asistimos a una prédica por parte de la oposición que enarbola banderas como la tolerancia, el consenso –de W-, el empleado privado hace el mal sin pasión, el del Gobierno se puede dar el lujo de, llegado el caso, hacerlo con pasión. Y no es sin consecuencias, ya que la pasión en algunos ámbitos produce en el otro una incomodidad que me animo a decir, cala en su subjetividad de una manera tan honda que necesita estar a distancia de ello. Animal Fernández por ejemplo en su vehemencia suele enturbiar su mensaje –pero nos gusta y divierte-.

La pasión del juez Garzón por la justicia está a punto de llevarlo de una manera insólita a perder su condición de juez, en una movida de sectores ligados al franquismo que no gustan de sus acciones. Su sed de justicia tiene pasión, y hay una parte innegable de venganza en la justicia, basta mirar cualquier familiar de una víctima pidiendo la ley del Talión a los gritos, salvo pocos casos de asombrosa humanidad. La ley de los hombres tiene estas cosas.

Terminemos con una de esas hipótesis que me gustan tanto: en el caso de Callejeros y Cromagnon, la banalidad del mal también está presente, ahora, supongamos que el baterista de Callejeros estaba discutiendo “acaloradamente” con su mujer y por un mal pase de manos se desencadenó la tragedia que terminó con la vida de su mujer. Démosle el beneficio de la duda y pensemos que fue un accidente, pero pensemos lo contrario también: si fue así, otra vez presente el mal sin pasión, un daño burocrático que demoró largos días –diarios, televisión mediante- en causar la muerte y vaya ahora uno a saber si se va a poder comprobar si lo hizo adrede o no. ¿Por qué no la quemó entera y le zapateó arriba así le ahorraba la agonía? Ah, lo último sobre eso: que haya sido cremada ¿no es un poco irónico?

Adorno dijo que escribir poesía después de Auschwitz era un acto de barbarie. No estamos de acuerdo, ya que el péndulo de la historia seguirá cortando cabezas y dándonos ejemplos del horror cotidiano y del desbocado. La imaginación radical y el amor por los desesperados casi siempre reconstruirá algo de las cenizas.
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Trenzas que me anudan al portón


“...nunca más volvió, nunca más la vi, nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí. Esa misma voz que dijo adiós”

Nieblas del Riachuelo
(Cadícamo/Cobián)


Es popular entre las mujeres la idea acerca de que los hombres maduran más tarde que ellas a todo nivel, pero sobre todo en lo que resulta más molesto y es materia de mayor interés: y es lo que refiere a las cuestiones del amor. No es mi intención abrir la discusión sobre qué se entiende por maduración, progreso, evolución y parecidos porque sería una perdigonada inabarcable.

Si algo de verdad hay en eso, mi hipótesis va por el lado de la imposición de un relato.

La verdad de cada uno, individual, es autoengendrada y parasitaria a la vez, hemos sido necesariamente hablados por otros y esa huella es difícil de discernir, tanto que no poder distinguirse unos de otros puede llevarnos a las primeras planas de los diarios. La verdad como ficción personal, la verdad como ficción colectiva, un relato que impuesto por la mayoría, lisa y llanamente por la voluntad de poder, crea y sostiene algo que se cree como la verdad. Así, si las niñas desde su tiempo más precoz son enseñadas en las artes del amor de pareja, Ken y Barbie y la casita de ensueño, jugar a “la mamá”, etc., y nosotros varones nos rompíamos la crisma saltando tapiales y jugando en la vereda al fútbol hasta que el rival se desmayara –“jugamos a 20 goles”- no es de asombrar una asimetría funcional en la materia. (Aclaro: infancia de los años 80s, hasta mitad de los 90s me animaría a decir).

Es un desafío investigar las nuevas coordenadas de la infancia, qué subjetividades se están formando, qué rasgos se moldean con los trazos actuales –porque hay otros fijos-. Si ahora el amor es Casi Ángeles y los vetustos productos de Cris Morena, entonces tendremos que parar bien las orejas.

Creo que hay algo de la posición femenina –que suele estar personificada por las mujeres – que le otorga un gran valor a la narración de los hechos, y ahora ya hablamos de los amorosos. Poder contar lo sucedido es casi tan importante como lo sucedido en sí. Y poder narrarlo es (re)construir una escena de la que ya se había hablado previamente, imaginado y fantaseado junto a otras personas y con diálogos internos, que luego se llevó a cabo y ahora se reconstruye ,en general, con mucha vivacidad.

El acto en sí también requiere del montaje de una escena, supongamos una relación sexual, sin duda están en juego los cuerpos, pero es necesario el andamiaje imaginario y el simbólico para sostenerlo, de otra manera si uno fuera totalmente consciente que algunos agujeros son “primariamente” para otra cosa o que con esa boca después ella besa a mi madre o a mis hijos –pura ficción- sería imposible el acto. Sin esa ficción no se podría llevar adelante los movimientos mecánicos, ridículos y contra la gravedad que se suelen hacer. Y hay parte de un nosequé que no se consigue con la pastillita azul, piensen cada uno de ustedes en los actos frustrados porque pensábamos en otra cosa, una preocupación, lo que sea que sacara la escena de su lugar, o simplemente el sexo es malo porque hay algo que no marcha como solía hacerlo antes con el otro. Y esto de arreglárselas con el otro es vital.

Recuerdo a Emile Cioran: “Todo el mundo me exaspera, pero me gusta reír y no puedo reír solo”.

Ya Sócrates planteaba el diálogo como método de conocimiento –si bien no escribió nada, lo sabemos por Platón y no por el ex presidente capicúa que afirmó haber leído todas sus obras- entonces en eso sí las niñas corren con ventaja, nos sumergen en un mundo que ellas han creado –es un decir- y que han hablado y hablado durante años, entonces una chica de 12 ve un pibe que aun tiene barro en la cara y naturalmente se busca uno de 16. Y éste de 16 es inútil para las de su edad a su vez, por eso tuvimos que esperar hasta los veinti y algo para acariciar tersas espaldas de 20.

Como sea, el encuentro de fondo siempre es fallido, no hay fusión, no hay metáfora frutal, hacemos arreglos y construimos ficciones que funcionan, que recubren la falta que nos atraviesa y de la que no podemos evadirnos. No por nada Lacan llegó a llamar al amor “valentía ante fatal destino”. Y eso por suerte no cambiará.

Este hablar y hablar y pensar y repensar al amor, a la escena, del lado femenino tiene una marca un: la constante necesidad de la afirmación de su existencia, de ser para el otro ese fuera del mundo único e irremplazable que detenga las agujas. Por eso un varón que sepa escuchar, recuerde lo que le contaron inmediatamente tiene una parte aliviada. Algo tan sencillo en la teoría, pero quien estuvo muchos años dialogando con sus músculos y embruteciéndose con el ejercicio social masculino no suele llevar adelante. Por eso, un si en el varón suele ser un sí y un no un no, bendita literalidad que exaspera.

Si algo de esto es así, si algo de todas estas sandeces que digo tienen asidero, hay otra pregunta: ¿De dónde surge la pseudo tragedia masculina? Esa sensación de estar la mayor parte del tiempo a la zaga de algo que sabemos ya está perdido, y la mayoría de las veces por mérito propio, por malos alumnos, por no querer poder pasar el lápiz sobre el papel de calcar que ellas nos dan claramente y que disfrazamos de incomprensibles porque cuando lo estaban diciendo estábamos recordando a aquel tipo que se cayó en la calle.

Quizás uno sólo sea un poco joven. Y casi no hablé del amor.


Como sea, hay un diálogo Simpson que bien les podría haber ahorrado leerme:



-Homero: Ese Javier es la persona más agradable del mundo, deberíamos invitarlo a comer con su esposa.
-Marge: No creo que sea casado Homero.
-H: Aaaah un soltero picarón...bien, hay muchas zorritas por ahí…
-M: Homero, ¿no te pareció Javier un tanto "festivo" digamos?
-H: Claro, es un hombre feliz.
-M: Que prefiere la compañía masculina.
-H: ¿Y quién no?
-M: Homero, escúchame bien, Javier es Ho-mo...
-H: ¿Si?
-M: Sexual
-H: ¡Ay Dios mio!, bailé con un gay, Marge, Lisa prometan que no van a decírselo a nadie, prométanlo.
-M: ¡Tu actitud es ridícula!
-H: ¿Tu crees Marge? ¿Tu crees? piensa en la plusvalía, ya no podemos decir que sólo gente normal ha pisado esta casa.
-M: Que pena que pienses de esa forma, porque Javier nos invitó a dar un paseo hoy, y vamos a ir.
-H: •Ay no, yo para nada, y no sólo porque es gay, sino por taimado, al menos debió tener la delicadeza de hablar afeminado para que todos supiéramos que es...así…
-M: ¿De qué diablo estás hablando?
-H: ¡Ya me conoces Marge, me gusta la cerveza fría, la tele fuerte y los homosexuales...locas, locas!
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El botón del pasillo


No logro acostumbrarme ni creo que lo haga. Si usted ha viajado o viaja en colectivo por Capital Federal –aunque en muchas otras ciudades sucede, pero su porcentaje de aparición desciende a medida que nos alejamos de la mencionada- podrá observar la siguiente y curiosa conducta: habiendo algunos asientos dobles libres, encontramos una sóla persona sentada del lado del pasillo, es decir, se encuentra obstaculizando el paso de quien quiera sentarse en el que está libre.

En general suele ser una persona que se considera asimismo como en la flor de su edad, que prescinde de utilizar su visión como herramienta para moverse entre los vivos y suele tener algún tipo de música en sus oidos, pero sobre todo, y contradiciendo lo que he dicho en primer lugar, su cara denota cólon irritado y rigidez facial. No hay diferencia entre géneros.

Los pasajeros más tímidos que quieren sentarse suelen ponerse al lado del piquetero y esperan con suerte dispar que éste considere moverse. Y existen dos opciones: los primerizos en estas avaras costumbres, aun no entrenados en las artes del amarrete, se paran y ceden el paso, los más viles insinúan correr sus piernas y soportan paradójicamente que un cuerpo extraño los toque de alguna manera.

Ahora, ¿A qué responde esta actitud de sinvergüenza? Mucho se ha hablado y discutido en las academias, lo sé, pero pensemos: ¿Un miedo atávico al desconocido? ¿Odio a la solidaridad? ¿Debilidad mental? ¿Cólon irritado? ¿Hijaputez? Quizás todas, ningunas y otras, la cuestión es que es indignante. No juzgamos al que estando con otro desconocido se pase a uno simple, siempre son preferibles nuestros olores aunque fétidos a los de otro. Tampoco me referiré a los parias que siendo aun jóvenes mozalbetes no ceden su posición de deposición por la noble postura de estar erguido abrazando un hierro.

Los viajes en colectivo tienen decenas de reglas implícitas, sólo hay que estar un poco atento y aprenderemos que la parte central suele ser un distribuidor, que hay que ir yendo hacia atrás para que pueda entrar un poco de más de gente y que aunque tengas a una persona muy cerca y casi puedas escuchar su ritmo cardíaco, no hay que mirarlo a los ojos porque o bien es el prólogo de un intercambio sexual o de puños, cuanto menos de un movimiento de cabeza ascendente-descendente inquisitivo.

Brota el amor y brota el odio. Hace poco regalé el libro “Omnibús” de Elvio Gandolfo, debería ver que aportes hay en el caso de la larga distancia, que es otro cantar. Quien, como quien les habla, haya viajado durante muchos años –por no decir toda la vida- tendrá cientos de anécdotas para contar.

Como siempre me sucede, me deslizo entre otras ideas, mi mano recorre la baranda manoseada y para mi sorpresa noto que la mayoría tiene distintos calzados y ya es el momento de bajarme y dejar que la extraña intimidad andante siga su siempre nuevo y monótono camino.
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Escuela primaria de delincuencia

"Yo soy del 30, yo soy del 30,
cuando a Yrigoyen lo embalurdaron.
Yo soy del 30, yo soy del 30,
cuando a Carlitos se lo llevaron.
Cuando a Corrientes me la ensancharon,
cuando la vida me hizo sentir.
Yo soy del tiempo que me enseñaron
las madrugadas lo que es sufrir..."

"Yo soy del 30" (Méndez-Troilo)


A continuación les voy a dejar una serie de 4 notas publicadas en 1932 por el gran Roberto Arlt en una de sus columnas del diario El Mundo. En ellas, muestra brutal y sensiblemente el sinsentido del encierro a los que se veían sometidos los menores infractores –infractor no era una categoría de la época-. En aquel entonces, se encontraba vigente (de ¡1919 a 2005! Tuvo vigencia) la Ley de Patronato, o Ley Agote, de corte católico asistencialista que básicamente establecía un sistema tutelar patriarcal donde un Juez tenía total potestad sobre los niños, pudiendo disponer de su encierro para su “protección” si consideraba que ellos estaban en peligro físico o moral –bastante amplio, ¿no?- amontonándolos en edificios junto a delincuentes probados y muchos mayores de edad.

Para no mencionar que todos los que cumplían con esos requisitos para su secuestro eran todos chicos pobres.

Afortunadamente en 2005 (¡86 años después!) se sancionó la Ley de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes que los vuelve sujetos plenos de derecho y dejan de ser personitas a medio cocer –al menos para ley y sus derechos-. Los cambios se van sucediendo lentamente, y las implicancias son profundas, sobre todo para pensar cuando se arma el debate sobre la baja de imputabilidad en los menores y su relación con el delito -¿Qué pasó con eso mediáticamente?

Como era su huella, Arlt, el Johnny Cash de los periodistas, conocía la calle, los hampones y truhanes que movían los hilos de la ciudad y manyaba al llamado típico argentino de aquella época, época que yo elegiría sin dudar si pudiera haber elegido en que momento histórico haber nacido, época de mayor ciudadanía donde aun existía la tragedia.

Así que lector perezoso estás advertido, retrocede y vuelve a facebook antes de aburrirte. Lector otro, meta las patas en el maravilloso mundo de la escritura a puñetazos –¡que salía en los diarios!-



Escuela Primaria de Delincuencia

Caminando por la calle Tacuarí, al llegar al 760, se encuentra un edificio pintado de verde obs-curo, con ventanas adornadas de cortinillas blancas y en el frente un letrero que dice Alcaidía Policial. Depósito de Menores.

Si usted lleva una orden de la Jefatura de Policía, se le permite entrar. Lo atiende un señor muy amable, que es el director; o, en su defecto, otro señor tan amable como el director, que es el subdirector.

Este señor, o ambos, o cualquiera de los dos, le pregunta a usted cuál es el objeto de su visita, y si usted le explica que es periodista, resulta casi fatal que ambos, o cada uno por su cuenta, se quejen de los brulotes que les han encajado los periodistas, injustamente, responsabilizán-dolos… Pero no nos anticipemos… o sí, anticipemos. Se quejan, como decía, que se les haga responsables del inmenso desorden, de la espantosa desorganización que rige el mecanismo de esta institución, que a pesar de pertenecer a la policía, está al servicio directo de la delin-cuencia, constituyendo un vivero de criminales futuros.

Pero como conversando se entiende la gente, director, subdirector, ambos a la vez, o cada uno por su cuenta, llegan a demostrarle a usted que ellos no pueden hacer absolutamente nada contra lo que ocurre allí, como no sea mantener un orden aparente y una limpieza efectiva.
La higiene es lo único que puede elogiarse, sin temor a mentir ni exagerar, en el Depósito Poli-cial de Menores.

Los pisos están barridos, las camas arregladas prolijamente, como en un cuartel, los niños en clase. Y aquí pare de contar.



El cocktail del diablo

Entra usted en un aula. En los primeros bancos distingue purretitos de seis o siete años. En-fundados en un uniforme azul, parecen pajaritos. En los últimos bancos se encuentra usted
truculentos pelafustanes de cabeza rapada, cráneo biselado por asimétricas caídas de bóveda, y, como es natural, usted pregunta:

¿Por qué está ese chiquilín aquí?
La madre lo trajo porque no puede tenerlo en su casa.

Perfectamente, ¿y ese grandote?
Por matar a una hija.

¿Y ese otro?
Es un degenerado…

¿Y ese chiquilín?
Robó una botella de vino.

Es el cocktail del diablo. Junto a la criatura, totalmente inocente, encuentra usted al futuro cliente de la silla eléctrica, si aquí existiera una silla eléctrica.

Su acompañante y guía, en ese infierno, le dice, a modo de disculpa:
Aquí nosotros no hacemos nada más que cumplir las órdenes de los jueces. Pero como el local no es apropiado, resulta que no pueden separarse a los menores delincuentes de los que no lo son…

Si usted quiere conversar con los chicos…

Llámelo a ese rubito.
El rubito viene corriendo. Siete años de edad. Ojos con esperanza y asombro. Modosito.
¿Por qué estás vos aquí?
Me trajo mi mamá.
¿Trabaja tu mamá?
Sí, es sirvienta.

Síntesis dramática. La madre del varoncito, tiene además una hija menor a éste. La dueña de casa donde la sirvienta trabaja, permite a su criada que lleve a la nena; al varón no porque los chicos dan muchas molestias. ¿Qué podía hacer la sirvienta? ¿Quedar agradecida de que le dejaran acompañarse de la nena y buscar un lugar seguro donde depositar a su chico? Alguien le indicó el Defensor de Menores. Y el Defensor de Menores… ha resuelto tranquilamente el problema, enviando a la criatura a un depósito de menores delincuentes, muchos de los cuales son degenerados por sus ocho costados. Pero, la madre ignora semejantes lindezas. Y es posi-ble que el Defensor del Menores también diga que las ignora… Y entonces aquí no ha ocurrido nada. Todos somos inocentes y este planeta es el mejor de los mundos.

Se sienta el rubito, y llamo a un grandote simpático, de diez y siete años de edad. Viene rápi-damente hacia mí, sonriéndome como si yo fuera su hermano o su padre, y pudiera resolverle un problema dificultoso.

¿Por qué estás aquí, vos?
Por haber robado doscientos cinco pesos.
No está mal para empezar. (Sonrisa de agradecimiento.) ¿Y para qué querías ese vento?
Me guiñó un ojo, con toda confianza, y dice:
Era para asaltar al pagador de Agronomía, ¿sabe? Yo tenía todos los datos.
Pero m hijo… El pagador se iba a resistir. ¿Qué hubieras hecho vos?
Y, entonces lo hubiera tenido que matar. ¿No le parece?

Se expresa con tanta naturalidad y sencillez, y sus ideas son tan claras para él mismo, que uno termina por aceptar que, en efecto, es natural que el ciudadano se despachara al pagador de Agronomía, si éste se resistía…

Bajamos. En un patio, un chico sumamente simpático que se cuadra cuando pasamos frente a él.
Y este mocito tan simpático, ¿por qué está aquí?
Condenado a quince años de presidio.
¡Quince años!
Sí, es Ricardo Reyes, que el 1 de enero mató a una vieja a puñaladas.
¿Qué edad tiene?
Diez y siete años. (Continuaré mañana)

[El Mundo, 26 de septiembre de 1932]



Escuela Primaria de Delincuencia (Segunda parte)

¿Quiere visitar la enfermería del Depósito, señor?
Cómo no.
Me acompaña el maestro de los chicos delincuentes. En la enfermería, una criatura tuberculo-sa. La salivadera con manchas de sangre. Seguimos adelante. Un muchacho de diez y seis años en otra cama. Boca fina, labios sinuosos: un enfermo distinguido.

¿Quién es Ud.? ¿Por qué está aquí?
Por matar vigilantes, con mi auto.
Se trata de un niño bien. Manía de la velocidad. La familia paseando en Europa y él, por distra-erse del aburrimiento, atropellando con su voiturette a cuanto infeliz se le ponía por delante. A disposición del Juez de Menores. Alguien me informa:
Además de asesinar gente con su auto, es clínicamente un depravado.

Salimos. En el patio un mocosito:
¿Y vos…?
Por robar una bicicleta.

Es extraordinaria la cantidad de chicos que se encuentran en el Depósito de la calle Tacuarí por robar bicicletas. En una visita anterior encontré a una criatura de siete años detenida por robar una botella de vino. Hay otros, en cambio, que están detenidos por nada.

No conocen al Juez

La primera anormalidad que salta a la vista en las declaraciones de los chicos detenidos, evi-dencia que éstos no conocen al Juez que entiende en su causa, no conocen al Defensor, ni conocen a nadie, como no ser a sus maestros y los celadores que no tienen el conocimiento científico necesario para desempeñar tales funciones.

Lo menos que se le ocurre a una persona sensata es que el Juez o el Defensor debía conocer a los pequeños presos en su jurisdicción, conocer de inmediato la calidad moral del detenido, cerciorarse por sus propios ojos que no se ha cometido una injusticia o una monstruosidad al encerrar a un pequeño entre delincuentes, pero no ocurre tal. La mayoría de las respuestas de los chicos revela que el Juez o el Asesor tramitan dichos asuntos por oficio, menos por el cono-cimiento directo con el damnificado.

Y es entonces cuando del conjunto de este mecanismo se desprende la más descomunal falta de lógica y congruencia que puede pretenderse que encierre un sistema preventivo y penal.

La policía, el juez o el diablo, encierran a los chicos en el infierno de la Alcaidía para librarlos de la perniciosa vagancia y de las amistades delictuosas que pueden contraer en la calle…

La intención es ingenuamente buena… Pero el caso es que para librarlo al chico de las amista-des delictuosas se le encierra precisamente entre delincuentes de todas las calañas, entre de-generados de las variaciones clínicas más diferenciadas y entonces la evidencia salta con mayúsculas espantosas:

LA JUSTICIA ESTÁ FABRICANDO DELINCUENTES CON CRIATURAS QUE NO TIENEN ABSOLUTA-MENTE NADA DE DELINCUENTES.


Los mayores depravan a los menores

Mayores y menores conviven en el comedor y en los dormitorios en una promiscuidad de eda-des que sugiere lo que en el artículo de un periódico no se puede decir al público.
Importa poco que la criatura albergada en el Depósito haya sido alojada allí por pedido de su madre. Alternará, comerá codo con codo, jugará con el otro detenido acusado de cualquier delito, con experiencias que le comunicará en el trato diario.

Si el niño ingresó allí inocente, saldrá pervertido. Si tenía residuos morales, esos vestigios serán anulados por sus compañeros. El mayor presiona sobre el menor con toda la intensidad de su perversión específica. No es suficiente la vigilancia de los celadores, ni de los maestros. Las cosas ocurren allí como en cualquier establecimiento penitenciario. Luego los maestros se asombran, y le dicen al visitante, moviendo patéticamente la cabeza:

El noventa por ciento de los que ingresan al Depósito de Menores vuelven… vuelven acusados de delitos más graves…

Lo bueno sería que no reingresaran y menos con acusaciones efectivas. La primera detención en el Depósito ha sido lo suficiente poderosa para pudrirles formalmente. Allí aprende las artes del robo, de la simulación, de la astucia. Para un chico que vive entre delincuentes lo terrible sería no adquirir la capacidad de delinquir que evidencian los mayores, ¡y qué mayores!

Allí se alojó Cocuccio, el famoso menor jefe de una banda de minores asaltantes y asesinos. Los pequeños lo mirarían con la misma admiración con que nosotros hemos admirado a Firpo o a Justo Suárez. Y pretender que un chico no admire a un delincuente, es pedirle peras al ol-mo.

Tanto admiran a los delincuentes que voy a citar un caso que me narró un profesor:
En el Depósito se permitía la entrada de revistas policiales. Una noche los chicos prepararon un fuga espectacular partiéndole la cabeza a un sereno y levantando el alambre, Interrogados, respondieron que habían aprendido la táctica de fuga en la revista policial.

[El Mundo, 27 de septiembre de 1932]



Escuela Primaria de Delincuencia (Tercera parte)


¿Qué dicen los maestros de los menores delincuentes? Es interesarte escuchar sus opiniones, pues ellos revelan un desaliento profundo frente al desorden que rige el mecanismo de De-pósito de Menores, y las instituciones en relación con él.

Nosotros no podemos hacer nada en favor de estas criaturas, mientras que la justicia amonto-ne en un mismo establecimiento aulas, dormitorios y comedores, al chico honesto con el cri-minal nato, a la criatura traviesa e inocente con el degenerado y el perverso. Las clases que abarcan desde primero a quinto grado carecen en absoluto de eficacia. Lo que los chicos aprenden es nulo, y sólo se deciden a estudiar algo cuando se les interesa diciéndoles que el juez pondrá en libertad a los que demuestran condiciones para el estudio. Algunos son men-talmente tan atrasados que su verdadero lugar sería en un Instituto de Retardados Mentales. A este caso voy a contar una anécdota:

El maestro se encuentra dando clase de historia. Llama a un chico acusado de hurto y que es-taba distraído, para preguntarle:

¿Quién fue San Martín?
No sé, señor. Yo no estoy complicado en ese asunto.


Se aburren

Los chicos se aburren desesperadamente. Las cuatro paredes del Depósito no son de lo más adecuado para hacer bailar de alegría a nadie. Y menos a una criatura separada de su familia.

Hasta hace cinco años la disciplina era rigidísima. Se les castigaba corporalmente. La entrada de maestros jóvenes hizo cambiar el sistema. Me atengo a informaciones de ellos.

Actualmente no se les pega. Se les aburre con tres horas en clase. Y las tres horas de clase tie-nen la finalidad de evitar que los mayores, en el recreo y las horas libres, se entretengan en pervertir a los menores.

Delincuentes, niños sin padres o sin tutores responsables, contraen allí en el Depósito la nece-saria amistad para que el día que salgan a la calle no tengan mucho trabajo para buscar un cómplice. Se perfeccionan en el delito sin que maestros o celadores se hagan la menor ilusión respecto a las posibilidades de reforma de aquéllos.

Nosotros me dice un maestro necesitaríamos un establecimiento grande, con divisiones para menores que nunca han delinquido y para aquellos que están acusados en primer grado. Ne-cesitaríamos un laboratorio de psicología experimental… porque muchos menores, que noso-tros, por experiencia, clasificamos como anormales, los médicos de tribunales, de una sola ojeada, los clasifican de normales. Se evidencias las contradicciones más monstruosas entre el juicio de un médico, de un juez y de un maestro de menores. Las conclusiones son las siguien-tes: el chico es enviado de un establecimiento a otro, en el noventa por ciento de los casos, sin el menor criterio científico.


Nadie tiene la culpa

Y allí, ¡nadie tiene la culpa!

La policía se lava las manos, diciendo que ellos no tienen la alcaidía para refugio de menores sin hogar. Los maestros se disculpan, observando, y con razón, que todo aquello que les pue-den enseñar a los chicos es anulado por los mayores delincuentes que conviven en el conjunto. El director del establecimiento, a su vez, arguye que el edificio es pequeño y que él no puede hacer milagros; la justicia pretexta detener a las criaturas para librarlas del contagio de la de-lincuencia callejera; el juez de menores y los defensores, no sé de qué modo se justifican; los médicos, que aseguran que un menor es un degenerado cuando no lo es, y que no lo es cuan-do lo es, como afirman los maestros prácticos en esto de analizar a los chicos…

Se ha llegado al colmo de lo irrisorio, y las contradicciones son ya tan monstruosas que la única conclusión que se desprende del examen de ellas, es la siguiente:

Nuestra sociedad, con o sin culpa, está fabricando delincuentes. Y los jueces lo saben. No pue-den ignorarlo; están en la obligación de no ignorarlo.

El depósito de menores es un antro de corrupción. Sin tino, sin el menor escrúpulo moral, se encierra en él a criaturas cuyas travesuras interpretadas maliciosamente pueden ser clasifica-das como delictuosas. Se toma como pretexto para fabricar menores delincuentes el hecho de que sus padres no pueden atender a sus necesidades en una forma correcta. Y para corregir un pequeño mal, se crea un mal mayor. Infinitamente mayor.

Lo dicen los maestros: Aquellos que entran al Depósito, salen; pero vuelven…

Lo antinatural sería que no volvieran, con los técnicos en delincuencia que están allí confinados pero con libertad para darles, a los que las ignoran, cátedras de robo, de vicio y de crimen.


Se aburre uno


Me dice un detenido de 16 años:
Se aburre aquí uno.
¡Cómo no se van a aburrir! Ni talleres para enseñarles alguna profesión hay allí.
Para salvar las apariencias se han instalado clases, que por otra parte tienen la ventaja de evi-tar que los encerrados conviertan la casa en un infierno. Eso es todo lo que se ha hecho por ellos. Nada más.

Lo más grave del caso es que artículos como el que el autor escribe, tienen la ventaja de remo-ver el avispero pero durante algunos días. Luego todo vuelve a su curso normal, si es normal que un establecimiento policial tenga la directa inmediata función de fabricar chicos, la mayor parte traviesos, criminales futuros.

[El Mundo, 28 de septiembre de 1932]


Escuela Primaria de Delincuencia (Fin)

Con esta nota doy fin a las impresiones que he recibido de mi visita al Depósito de Menores Abandonados y Delincuentes, de la calle Tacuarí.

De lo que he escrito anteriormente, se desprende que la institución es un desastre. No llena ningún fin, como no sea engrosar las filas de la futura delincuencia.

El visitante inexperto encontrará allí chicos de todas las edades, uniformados con un traje azul, aulas limpias, dormitorios en orden y camas bien tendidas. Y nada más. Bajo esta apariencia de orden y de limpieza, camouflage eterno de todas las instituciones inútiles, se oculta el cáncer de una amenaza social:

Todo chico que en un momento de estupidez cometa una travesura peligrosa está amenazado por la justicia (que se propone corregirlo) de ser encerrado allí, para que allí, en vez de corre-girse, se eche definitivamente a perder.


Quiénes son los culpables

¿Quiénes son los culpables de este desastre?
Los padres. Muchos menores son hijos de hogares constituidos irregularmente. No puede in-culparse a un menor de no tener padre o madre, ni de carecer de ese indispensable sentido moral necesario para convivir en la comunidad.

¿La policía?

La policía se limita a proceder de acuerdo a instrucciones previas. Cuando un menor delinque, la función de la policía es colocar a este menor bajo la jurisdicción de un juez, para que el juez lo juzgue.

Llegamos entonces a los jueces.

¿Son culpables los jueces?
Creo que son los únicos culpables, y son doblemente culpables porque no existiendo una juris-prudencia adecuada respecto al menor, ni instituciones que encierren en su funcionamiento una garantía severa para salvar al menor, actúan frente a éste con más crueldad, por omisión, que ante los mayores de edad.

Un análisis simple:

En el Departamento de Policía, los cuadros de detenidos están divididos de acuerdo a un crite-rio simple, pero aceptable, incluso para los mismos detenidos. A un acusado sin antecedentes no se lo encierra jamás en el cuadro quinto entre profesionales de la delincuencia.

¿Por qué no se procede con el mismo criterio respecto a los menores? ¿Por qué se encierra al chico acusado por vagancia en el mismo local donde se encuentran menores cuya peligrosidad es infinitamente superior? ¿Por qué se aloja al niño cuya madre no puede mantenerlo en el mismo establecimiento donde el degenerado, el ladrón o el asesino conviven en armoniosa amistad?

Saltan a la vista lo que pueden contestar los jueces:

Nosotros no tenemos locales adecuados.

Frente a tal contestación no cabe sino otra:
Si no tienen locales adecuados, técnicos educadores adecuados, no priven de su libertad a un menor y menos para encerrarlo en una escuela de delincuentes.

La monstruosidad que se revela en este procedimiento, escalofría; sobre todo si se la contem-pla en el interior del mismo Depósito.

Encerrar a un chico porque ha robado una botella de vino o no ha devuelto la bicicleta que había alquilado, en compañía de otro menor que psíquicamente es un delincuente nato o un degenerado, es un contrasentido que no tiene nombre.

Y más contrasentido lo es si se considera que jueces, maestros, directores de establecimientos de esta naturaleza, NO CREEN EN LA EFICACIA DEL PROCEDIMIENTO.
Y como nadie cree…

Y llegamos al fin.

Como los maestros no creen que sus lecciones puedan reformar a un chico, ni los jueces tam-poco lo creen, ni los celadores, ni nadie, nos encontramos en presencia de un mecanismo in-útil, que funciona porque sí, entre el pesimismo de aquéllos que debían estar dedicando todas sus energías a la solución del problema, porque para ello el Estado les paga.

Unos se inculpan a los otros, y todos, a su vez, reposando en la convicción de que nada pueden hacer, dejan que el mecanismo del Depósito trabaje naturalmente; y la función natural de este Depósito de Menores es destruir cuanto poco bueno puede tener un menor que cae allí aden-tro.
Y este terrible desorden se ha prolongado a todas las instituciones de menores. Ni una sola llena las funciones para las que ha sido creada. El escepticismo de los de arriba ha reflejado en
los de abajo, y la preocupación de todos estos funcionarios casi perfectamente inútiles, es una sola: no ser atacados por los periódicos. El resto les interesa escasamente.

Y como todo se contagia, a nuestra vez, nosotros los periodistas, que encaramos semejantes problemas, tenemos la íntima convicción de que toda campaña contra estas instituciones es perfectamente inútil. Durante dos o tres días las gentes comentan las anomalías que el diario les ha revelado, luego se olvidan. Nada se hace en favor de los menores. Y el terrible problema quedará en el aire hasta que venga otro que escriba estas notas… y la gente vuelva a olvidarse.

[El Mundo, 29 de septiembre de 1932]
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