El río sin orillas
Pasé mucho tiempo mirando al río, semi absorto. Un rio manso de aguas turbias, casi como las del Paraná. Metí mis pies en el y aun podía verme los dedos. Del otro lado a unos 500 metros se erigía la orilla de la isla no apta para un desembarco, inabordable por sus árboles. Tuve el impulso –y el recuerdo- de zambullirme y nadar hasta ella. Doce años atrás nadaba hasta catorce veces esa distancia por día. Aunque sea arrastrándome tenía que llegar.
Tanteé mis bolsillos: celular, billetera, llaves, todo demasiado real en forma de ancla. Ese brazo parecía tranquilo, unos metros arriba se intuían unas zonas de pozos, de corrientes internas que son las que ayudan a ahogar a los intrépidos nadadores. Me dije que al día siguiente lo haría. Regresé a la silla donde lo había estado contemplando con asombro, no era un río bravo, frío y cristalino como los que había domado junto a amigos en la patagonia, era un barro lento y enigmático que me recordó una película de Herzog.
Volví a los cuentos de Felisberto Hernández: 3 consecutivos donde un pianista es el protagonista. Un nadador y ese pianista no tienen nada que ver, con excepción de que hay que juntar bien los dedos para avanzar.
Dejé el libro a un costado y recordé ese plaqueta sobre el muelle de Colonia donde están grabados en el bronce los nombres de los locos – lector ayúdeme con un adjetivo más apropiado, si es que existe- que cruzaron a nado Colonia-Buenos Aires y temblé. Arrojarse a esa inmensidad es arrojarse a una promesa, o ser arrojado por una.
Todo había ocurrido sin decir palabra. Ella, sospechando mis mudas polifonías, mis soliloquios, me interpeló con una mirada: le pregunté si al día siguiente me sacaría una foto en el medio del río. Dijo que si.