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El río sin orillas



Pasé mucho tiempo mirando al río, semi absorto. Un rio manso de aguas turbias, casi como las del Paraná. Metí mis pies en el y aun podía verme los dedos. Del otro lado a unos 500 metros se erigía la orilla de la isla no apta para un desembarco, inabordable por sus árboles.  Tuve el impulso –y el recuerdo- de zambullirme y nadar hasta ella. Doce años atrás nadaba hasta catorce veces esa distancia por día. Aunque sea arrastrándome tenía que llegar.

Tanteé mis bolsillos: celular, billetera, llaves, todo demasiado real en forma de ancla. Ese brazo parecía tranquilo, unos metros arriba se intuían unas zonas de pozos, de corrientes internas que son las que ayudan a ahogar a los intrépidos nadadores. Me dije que al día siguiente lo haría. Regresé a la silla donde lo había estado contemplando con asombro, no era un río bravo, frío y cristalino como los que había domado junto a amigos en la patagonia, era un barro lento y enigmático que me recordó una película de Herzog.

Volví a los cuentos de Felisberto Hernández: 3 consecutivos donde un pianista es el protagonista. Un nadador y ese pianista no tienen nada que ver, con excepción de que hay que juntar bien los dedos para avanzar.

Dejé el libro a un costado y recordé ese plaqueta sobre el muelle de Colonia donde están grabados en el bronce los nombres de los locos – lector ayúdeme con un adjetivo más apropiado, si es que existe- que cruzaron a nado Colonia-Buenos Aires y temblé. Arrojarse a esa inmensidad es arrojarse a una promesa, o ser arrojado por una.

Todo había ocurrido sin decir palabra. Ella, sospechando mis mudas polifonías, mis soliloquios, me interpeló con una mirada: le pregunté si al día siguiente me sacaría una foto en el medio del río. Dijo que si.
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La fuga hacia el futuro

Hay en el campo argentino una antigua ley contra el cuatrerismo que dice que se puede matar un cordero por hambre pero que el cuero debe dejarse colgado en el alambrado.

Acaricio la hipótesis de que el asesino decidido siempre deja huellas. En cambio los imprudentes, los vacilantes suelen, debido a su vacilación, generar escenarios más complejos, menos probables, más enigmáticos.

Gracias a la historia, hay que probar la culpabilidad de alguien, y no su inocencia. Entonces, a pesar de las herramientas criminológicas, periciales y similares, puede que dos personas estén en la misma habitación, una reciba un tiro en la cara y la otra quede libre (en la libertad que otorgan los hombres). Puede que alguien salga diciendo que otra se cayó, se golpeó en la cabeza y se murió. Pero puede que alguien se quiebre y dé otra información y ¡oh sorpresa!, tenía 5 tiros en la cabeza. Luego de un tiempo, se los encuentra culpables por la mitad.

Del nuevo barredicio platense poco se sabe: parece que el karateca, aunque todo así lo indicara y todos lo quisieran, no hay pruebas suficientes para colgarlo de la antorcha de Ypf.

Pero todo asesinato, como buen relato pasible de ser (re)construido, tiene sus vértices legibles, sus zonas de neblinas y sus detonantes. Por ejemplo: si uno fue capo de la SIDE de la mano Duhalde, obviamente tiene –al menos- un arma. Y como dice el dicho popular, a las armas las carga el Diablo. Puede ser, pero las usan los hombres. Como semi patagónico sé que en toda chacra hay armas. pero ¿Qué es lo desencadena –triggers, en inglés tiene más fuerza- que dos personas en medio de una discusión, una deba sacar como intermediario a un arma? Eso mis estimados, nunca lo sabremos. Sólo lo sabe quien quedó vivo, y por culpa de su inexperiente forma de asesinar, nos privará de eso tan deseado (y no necesario para la ley) para los humanos que son los motivos. Quizás su aparato psíquico ya haya echado el barro del olvido sobre lo que pasó, quizás la teoría traumática entre a los medios de comunicación en breve (teoría que por otra parte Freud desechó como causal de la neurosis a principios de 1900. Pero eso no viene tan al caso) y tengamos que fumarnosla. O no. Esta vez parece que ya tienen construidos los hechos “como realmente sucedieron”. El poder es performativo, el poder puede impone una verdad, luego esa verdad serán los hechos (aunque no hayan sucedido).

“Sabemos” que Heyn se ahorcó en un juego masturbatorio letal, duro como la cara de Corach, en medio de un viaje oficial junto a la presidenta. El sentido común, que tiene la forma de un círculo deseoso de cerrarse, pide respuestas a por qué lo hizo, ¡justo ahí, en viaje oficial! Bueno, no lo sabremos. O si, el goce desregulado tiene a Tánatos tatuado en el brazo.

El que mata por (algún) hambre, deja su señal en el alambrado, el que se mata se fuga hacia el futuro, el nóvel asesino hunde a los espectadores en las conjeturas y espera vacilante las voces de la Justicia. 
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