El joven se estremece

¿A que venimos sino a caer? ¿A que venimos sino a fracasar? se pregunta Jonathan Richman desde el escenario mientras la audiencia, paradójicamente –pero sólo en apariencia- se ríe. No hay motivos para reírse más que por estar en presencia de algo siniestro, un horror ante lo familiar, un no querer saber inquietante que genera la reacción –disforia- opuesta. Richman va muy en serio. Probablemente estas líneas para los incautos que asistieron al acto de verlo en vivo suenen excesivas.
Jonathan es sórdido y conmovedor, sus pasos de break dance cual niño haciendo sus gracias son algo secundario, es un gancho para recordarlo un poco más, el acontecimiento es único y genera la sensación de hacer presente lo que allí no estaba minutos antes. No hay nadie como él, lo que hace no lo hace nadie, que no sé si es un mérito, sólo es. Una guitarra acústica, una batería, tres micrófonos y su brutal talento: un plan mínimo, como un buen director técnico que le pide a cada jugador lo que sabe que puede dar, no más, no menos, y esa simplicidad asombra.
Entre las risas de la oscuridad, Jonathan cantó que El nos dio el vino para saborearlo, no para hablar sobre él. Nos contó de que las chicas no podían soportar la mirada de Picasso, cantó sobre su apetencia por el mundo viejo, por la cosi veloce, el día que bailó en un bar lésbico, cuando se negó a sufrir, tocó su “hit” instrumental de reggae egipcio y finalmente citó a San Francisco de Asís y su sentencia: no tanto ser amado como amar. (Me sentí un poco idiota al jugar así en castellano, bien Badía, pero bue, Jonathan en nuestro idioma, como este joven, también se estremece.)
Recuerdo las palabras de Paul Simonon cuando contó que la primera vez que fue al ensayo para ver si lo aceptaban quienes luego serían los Clash, cantó Roadrunner, canción que 40 años después estaría inseparablemente ligada al apellido de Jonathan.
En una entrevista de hace unos días en Radio Nacional cuando le preguntaron qué disco suyo debería editarse en Argentina el dijo que siempre el último, porque eso es lo que lo representa y a la vez se va volviendo obsoletos, “toda mi obra está obsoleta” sentenció en su innecesario castellano. Jojo, como suele conocérselo, es quizás uno de los compositores más singulares –no sabría decir de qué escena o género, pongámosle rock y listo- que pueda verse, un dadaísta que se extingue un poco en cada show, con el inconsciente a cielo abierto y un adorable desdén por la forma. Hace propias las palabras de Pessoa en uno de sus poemas: sabe de sobra que nunca tendrá una obra.
Polémica: ¿Es necesario conocer la obra del autor para disfrutar de un show? Claro que no, pero creo que este particularísimo caso con Richman hay algo de esa sensación que tenemos los que creemos que hablamos medianamente bien el inglés y cuando miramos una película sin subtítulos creemos que no entendimos una palabra que se dijo porque no pudimos escuchar, por alguna interrupción, pero no: es porque seguramente no conocemos la palabra que se dijo. O como ir a un teórico sin haber leído el texto, nos quedamos aun más afuera del poco sentido para la conciencia que otorga Jonathan en el escenario.
A pesar del frío de su Boston natal, Jojo –como Dadá- aun tiene el corazón caliente y eso siempre se impone cuando de arte hablamos. Jonathan tiene una mirada penetrante e incómoda, una gran sonrisa y un encantador aire de extravío (Hey, ¿No estaré describiendo una bella mujer?).
Jonathan susurra y busca el techo en punta de pies. A Jonathan nadie podrá llamarlo asshole.
Jonathan es como su canción sobre el vino, él se entrega para que lo saboreemos , no para que hablemos de el.
Jonathan es sórdido y conmovedor, sus pasos de break dance cual niño haciendo sus gracias son algo secundario, es un gancho para recordarlo un poco más, el acontecimiento es único y genera la sensación de hacer presente lo que allí no estaba minutos antes. No hay nadie como él, lo que hace no lo hace nadie, que no sé si es un mérito, sólo es. Una guitarra acústica, una batería, tres micrófonos y su brutal talento: un plan mínimo, como un buen director técnico que le pide a cada jugador lo que sabe que puede dar, no más, no menos, y esa simplicidad asombra.
Entre las risas de la oscuridad, Jonathan cantó que El nos dio el vino para saborearlo, no para hablar sobre él. Nos contó de que las chicas no podían soportar la mirada de Picasso, cantó sobre su apetencia por el mundo viejo, por la cosi veloce, el día que bailó en un bar lésbico, cuando se negó a sufrir, tocó su “hit” instrumental de reggae egipcio y finalmente citó a San Francisco de Asís y su sentencia: no tanto ser amado como amar. (Me sentí un poco idiota al jugar así en castellano, bien Badía, pero bue, Jonathan en nuestro idioma, como este joven, también se estremece.)
Recuerdo las palabras de Paul Simonon cuando contó que la primera vez que fue al ensayo para ver si lo aceptaban quienes luego serían los Clash, cantó Roadrunner, canción que 40 años después estaría inseparablemente ligada al apellido de Jonathan.
En una entrevista de hace unos días en Radio Nacional cuando le preguntaron qué disco suyo debería editarse en Argentina el dijo que siempre el último, porque eso es lo que lo representa y a la vez se va volviendo obsoletos, “toda mi obra está obsoleta” sentenció en su innecesario castellano. Jojo, como suele conocérselo, es quizás uno de los compositores más singulares –no sabría decir de qué escena o género, pongámosle rock y listo- que pueda verse, un dadaísta que se extingue un poco en cada show, con el inconsciente a cielo abierto y un adorable desdén por la forma. Hace propias las palabras de Pessoa en uno de sus poemas: sabe de sobra que nunca tendrá una obra.
Polémica: ¿Es necesario conocer la obra del autor para disfrutar de un show? Claro que no, pero creo que este particularísimo caso con Richman hay algo de esa sensación que tenemos los que creemos que hablamos medianamente bien el inglés y cuando miramos una película sin subtítulos creemos que no entendimos una palabra que se dijo porque no pudimos escuchar, por alguna interrupción, pero no: es porque seguramente no conocemos la palabra que se dijo. O como ir a un teórico sin haber leído el texto, nos quedamos aun más afuera del poco sentido para la conciencia que otorga Jonathan en el escenario.
A pesar del frío de su Boston natal, Jojo –como Dadá- aun tiene el corazón caliente y eso siempre se impone cuando de arte hablamos. Jonathan tiene una mirada penetrante e incómoda, una gran sonrisa y un encantador aire de extravío (Hey, ¿No estaré describiendo una bella mujer?).
Jonathan susurra y busca el techo en punta de pies. A Jonathan nadie podrá llamarlo asshole.
Jonathan es como su canción sobre el vino, él se entrega para que lo saboreemos , no para que hablemos de el.
[Gracias Caro por la foto]