Ya lo sé pero aun así
El tipo tendría unos 30 años, vestía un traje y una gran cara de preocupación. Era más que preocupación. Era un abanico de signos. Quizás en Estados Unidos podrían haber sido leídos como los del loco que lleva las bombas o que está tan empastillado que va a violar alguna de los tantísimos puntos del protocolo de los aviones. Se movía inquieto, quería hablar, salirse de su cuerpo. Finalmente cuando el pájaro de metal comenzó a moverse para ir hacia la pista, el tipo le dijo al azafato que necesitaba si o si sentarse al lado de la puerta. El azafato le dijo que no habría problema ya que habían varios asientos vacíos, pero que debería esperar hasta que el avión estuviera en vuelo y la señal de los cinturones de seguridad apagada. El tipo, con los ojos desorbitados, contestó abriéndolos un poco más.
Cuando el azafato se fue a sentar, el tipo salió disparado para sentarse al lado de la puerta. No hubo incidentes ni regaños visibles, la bomba la tenía el tipo adentro suyo y con eso tenía bastante. Es curioso, porque se sabe que si el avión cae, no se salva nadie, pero aun así el necesitaba tener una ¿esperanza?, una ¿certeza? que hiciera que el corazón no le saliera por la boca y su contenido interno por sus agujeros. La realidad se desdibuja un poco cuando nos vemos enfrentados con ciertas cosas. No podemos decir que fuese una fobia, no se hubiese subido, la fobia justamente mantiene a resguardo al sujeto contra algo en particular –lo genial es que no es eso, sino tan sólo una metáfora, que puede ser cualquiera, piensen en las más ridículas-.
Su vida por un asiento junto a la puerta. ¿Qué mecanismo está en juego? ¿Qué cosa sucede para que ese movimiento no lo vuelva lurias, lo desmaye o lo lleve a correr por el pasillo? Es osado aventurar una sola, pero quizás una respuesta vaya por el lado de la posibilidad. Una posibilidad justamente, una puerta abierta. Sabiendo que los aviones, tan pesados ellos, tan desafiantes de las leyes de la naturaleza, desean caerse y no volar. El mecanismo de la desmentida, la frase que da título a esta entrada. Lo sé pero no quiero saberlo, la conciencia y la información se vuelven impotentes, hay un llamado último a Otro que nos ampare. Dejours da el ejemplo de la ideología defensiva en algunos casos de trabajos específicos, donde quienes llevan adelante esa tarea, necesitan negar los riesgos para poder hacerla, de esta manera evitando la conciencia –como los obreros de la construcción- y teniendo un resultado paradójico, patológico: el efecto contrario, es decir, los trabajadores asumen más riesgos de los que deberían, usan menos protección, y eso es visto como algo positivo por sus compañeros. Quien no participe de esta ideología, no podrá trabajar.
Pero vuelvo, hace algún tiempo, fuimos a la República peronista de los niños con unos amigos y tuvimos la mala idea de meternos en un juego que si le decimos de “realidad virtual” estamos siendo demasiado generosos, o si eso es la realidad virtual… ¿qué queda para Clarín online? Subimos a ese cuadradito de 2 metros por 2 metros y tuve, tuvimos, una de las peores experiencias que uno se puede imaginar. Uno es privado de las referencias espaciales y su cuerpo se mueve chocando contras las barras de los asientos de manera vertical y horizontal, salta, se golpea como si estuviera en una coctelera gigante. Es un horror. Yo me quise bajar inmediatamente, a los pocos segundos me percaté de un gran botón rojo en el techo del “simulador”. Y no fui el único, el otro varón del grupo en un momento tuvo que poner su mano sobre el botón, creo que no lo tocó, pero estuvo a punto (simuló). Yo hubiese querido que lo apretara, era innecesario pasar por eso. No lo apretó, aguantamos hasta el final sólo gracias a saber que estaba esa posibilidad de apretarlo y detenerlo. Pero en el caso del avión es aun más extremo: nadie puede hacerlo parar, es un pleno que jugamos y las máscaras y los salvavidas son para otros.
Recuerdo –palabras más, menos- la cita de Freud en sus Tres ensayos: un niño de 3 años al que habían encerrado a oscuras en un cuarto dice: “tía, hablame, tengo miedo porque está muy oscuro. Desde afuera la tía responde: “¿Y qué ganás con eso, si aun así no podes verme?, a lo que el niño responde: “no importa, hay más luz cuando alguien habla”.
Algo insustancial, inefable, puede sostenernos.
Cuando el azafato se fue a sentar, el tipo salió disparado para sentarse al lado de la puerta. No hubo incidentes ni regaños visibles, la bomba la tenía el tipo adentro suyo y con eso tenía bastante. Es curioso, porque se sabe que si el avión cae, no se salva nadie, pero aun así el necesitaba tener una ¿esperanza?, una ¿certeza? que hiciera que el corazón no le saliera por la boca y su contenido interno por sus agujeros. La realidad se desdibuja un poco cuando nos vemos enfrentados con ciertas cosas. No podemos decir que fuese una fobia, no se hubiese subido, la fobia justamente mantiene a resguardo al sujeto contra algo en particular –lo genial es que no es eso, sino tan sólo una metáfora, que puede ser cualquiera, piensen en las más ridículas-.
Su vida por un asiento junto a la puerta. ¿Qué mecanismo está en juego? ¿Qué cosa sucede para que ese movimiento no lo vuelva lurias, lo desmaye o lo lleve a correr por el pasillo? Es osado aventurar una sola, pero quizás una respuesta vaya por el lado de la posibilidad. Una posibilidad justamente, una puerta abierta. Sabiendo que los aviones, tan pesados ellos, tan desafiantes de las leyes de la naturaleza, desean caerse y no volar. El mecanismo de la desmentida, la frase que da título a esta entrada. Lo sé pero no quiero saberlo, la conciencia y la información se vuelven impotentes, hay un llamado último a Otro que nos ampare. Dejours da el ejemplo de la ideología defensiva en algunos casos de trabajos específicos, donde quienes llevan adelante esa tarea, necesitan negar los riesgos para poder hacerla, de esta manera evitando la conciencia –como los obreros de la construcción- y teniendo un resultado paradójico, patológico: el efecto contrario, es decir, los trabajadores asumen más riesgos de los que deberían, usan menos protección, y eso es visto como algo positivo por sus compañeros. Quien no participe de esta ideología, no podrá trabajar.
Pero vuelvo, hace algún tiempo, fuimos a la República peronista de los niños con unos amigos y tuvimos la mala idea de meternos en un juego que si le decimos de “realidad virtual” estamos siendo demasiado generosos, o si eso es la realidad virtual… ¿qué queda para Clarín online? Subimos a ese cuadradito de 2 metros por 2 metros y tuve, tuvimos, una de las peores experiencias que uno se puede imaginar. Uno es privado de las referencias espaciales y su cuerpo se mueve chocando contras las barras de los asientos de manera vertical y horizontal, salta, se golpea como si estuviera en una coctelera gigante. Es un horror. Yo me quise bajar inmediatamente, a los pocos segundos me percaté de un gran botón rojo en el techo del “simulador”. Y no fui el único, el otro varón del grupo en un momento tuvo que poner su mano sobre el botón, creo que no lo tocó, pero estuvo a punto (simuló). Yo hubiese querido que lo apretara, era innecesario pasar por eso. No lo apretó, aguantamos hasta el final sólo gracias a saber que estaba esa posibilidad de apretarlo y detenerlo. Pero en el caso del avión es aun más extremo: nadie puede hacerlo parar, es un pleno que jugamos y las máscaras y los salvavidas son para otros.
Recuerdo –palabras más, menos- la cita de Freud en sus Tres ensayos: un niño de 3 años al que habían encerrado a oscuras en un cuarto dice: “tía, hablame, tengo miedo porque está muy oscuro. Desde afuera la tía responde: “¿Y qué ganás con eso, si aun así no podes verme?, a lo que el niño responde: “no importa, hay más luz cuando alguien habla”.
Algo insustancial, inefable, puede sostenernos.