Silvia Bleichmar tiene una trilogía de libros maravillosos (“Dolor
país”; “No me hubiera gustado morir en los 90” y “El desmantelamiento de la
subjetividad”) donde pensó y problematizó con maestría y lucidez única la
década infame, el crack up del 2001 y el recomenzar de mediados de los 2000.
Con la potencia radical con la que sólo un
puñado de argentinos se han expresado, Bleichmar puso de relieve las marcas en
las subjetividades de la época. Cómo la ausencia de futuro, la caída de los
proyectos identificatorios y la urgencia de la realidad se hacían inasimilables, imposibles de metabolizar, traumáticas.
Bleichmar leyó los síntomas sociales, los sentimientos
colectivos y puso en palabras el grito desesperado de una sociedad que no
paraba de caer. Pero como en toda caída parece haber luego una salida (o rebote), también abordó los resortes subjetivos para la resistencia y los posicionamientos éticos
que permiten al sujeto luchar contra los movimientos desidentificatorios que
en una coyuntura determinada atentan contra la existencia.
¿Cuáles son las
estrategias, no sólo de supervivencia fáctica, sino psíquica? ¿Cuál es el
alimento psíquico que se necesita para no sentirse derrotado, deprimido y
vaciado? ¿Cuáles son los reservorios de capital simbólico y sentimental para
evitar que se rompan los lazos sociales cuando todo comienza a resquebrajarse? ¿Qué lugar tiene lo comunitario como vacuna contra el solipsismo?
Cuando lo cuantitativo pasa al primer plano (el dólar, la
inflación, la deuda, los intereses de la deuda, el rating, los millones
offshore, los millones robados, el déficit fiscal, el porcentaje de aumento del
alquiler, el riesgo país, el Indec, las tarifas, los días de descuentos, lebacs)
la vida se degrada.
Lo cuantitativo pega en el cuerpo, resuena en mecanismos más
arcaicos de funcionamiento mental, agita el miedo, advierte al animal. Cuando los
números lo toman todo, lo cualitativo pierde densidad y el cuerpo lo paga. Aumentan
las enfermedades psicosomáticas, los suicidios, las depresiones, la violencia
en general. Cuando la desigualdad se agiganta se abren mil puntos de fuga que
convergen en la retaliación y la represión del estado. Cuando todos son números, nadie es
demasiado humano.
Siento nuevamente el dolor país entre mis más cercanos,
entre mis compañeros y compañeras, entre la gente con la que trabajo. Se ha
instalado un post liberalismo sádico, eficiente en sus propios términos, audaz,
decidido y experto comunicador, que sobre la base de un modelo cansado y que
pedía a gritos renovación, ingresó a nuestras vidas como un troyano y todavía gran
parte de la sociedad está en shock. O como lector en las redes sociales, que es como estar
en shock.
Mi yo anterior no citaría lo siguiente: “quienes se jactan
de no sufrir el dolor de la pérdida de esperanza por un mundo distinto “porque nunca creyeron”,
dan cuenta de un razonamiento tan lamentable
como el de quien fuera al velatorio
de la mujer de su amigo diciendo: “qué suerte que nunca me enamoré, para
no sufrir lo perdido”. A diferencia de ello, quien ha amado, puede volver a
amar, porque un desencantado es alguien que sufre por el encantamiento previo,
pero esta circulación constituye una manera de estar vivo, ya que podemos
defendernos de todas las ilusiones, pero estaremos muertos antes de dar la batalla si renunciamos a la
esperanza” (Silvia Bleichmar, Dolor país. 2001, 35).
Walter Benjamin dijo que sólo por nuestro amor a los
desesperados conservamos todavía la esperanza. ¿Y si esos desesperados somos
nosotros? A no retroceder.