El mapa y el territorio


“En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos.” Borges en “Del rigor en la ciencia”

Me levanté en otra ciudad, había tenido una noche difícil para dormir pero me acomodé con el primer saludo del día. Afuera el sol brillaba con fuerza y atemperaba el frío. Tenía por delante un largo día extramuros. La Guía-T (la homofonía me llegó tarde, hasta hace poco sólo tenía una sola lectura) en el bolsillo y los Jayhawks en los oídos. Había mirado dónde tomarme el primero de los colectivos del día, tenía un par de opciones y decidí tomar la más larga pero por calles más familiares, tengo baja tolerancia a errarle el ramal o caminar gratuitamente de más, y no por caminar en sí, que me gusta mucho, sino por sentirme un idiota al ser engañado por mi mismo frente a un mapa.

Presencié el cambio de guardia en la Rosada, recordé aquella gran tapa de un compilado de los Pistols, dudé entre ir al inicio del recorrido del 140 o ir hasta Córdoba. Fui hasta Córdoba, hice el camino más largo pero luego un guiño del destino me devolvió el tiempo: la máquina de los boletos se rompió frente a mis ojos así que no subió más gente, y un viaje de 45 minutos duró apenas 15. El microcentro bursátil capitalino es feo por dónde se lo mire: las ínfimas veredas repletas de gente apurada, las motos y los colectivos que buscan ser tinta roja en los diarios, las callecitas en picada hacia Alem que son usadas por los “genios” de la publicidad.
Luego en aquella oficina de Palermo, entre las tres secretarias no podían formar una persona con capacidades sociales mínimas. Una usaba el teléfono para una averiguación personal sobre una vivienda, para ver cuándo la podía pasar a ver. Las otras dos me miraban molestas porque había preguntado por alguien que no era ninguna de ellas y la hice subir varios pisos a buscar lo que tenía que darme. El único amable era el de seguridad, era coherente.

Tenía casi tres horas muertas hasta la siguiente ocupación. La calle puede ser poco amigable, por suerte existen esos no lugares de tránsito donde dejarse caer a mirar el tiempo. Dicho así suena bien, caminé un rato largo totalmente orientado, ya sin la prisa de tener que llegar, más bien me demoraba. Ya no necesitaba el mapa. Tomé el 106 para acercarme un poco. Paré a comer en una cadena. La gente de las mesas contiguas hablaba sin parar por teléfono como si nadie estuvise a su lado. La chica que estaba a mi izquierda después de lamentarse porque en su trabajo le adeudaban dos meses de sueldo y de regañar a su pareja porque no le había contestado el teléfono después de decirle que se había ido a dormir a su auto por un problema familiar, cuando cortó, rompió en llanto. No se pueden cerrar los oídos como los párpados. Fui comprensivo y no la miré, tampoco ella me dejaba concentrarme en los grafos lacanianos. Me fui.

Una hora y media más para vagar. Caminé por Pueyrredón hasta cerca de la biblioteca nacional, hay una callecitas y pasajes de ensueño. Me detuve en un jardín interno de un palacete donde unos perros eran paseados por alguien que no era su dueño y donde alguien realmente en la calle dormía al sol. Saqué el libro que me había regalado y comencé a hojearlo. Otro de seguridad rondaba sin cesar por ahí cerca, tenía la sensación de que no me quería ahí, pero se me acercaron los perros para que los acariciara y ese gesto lo alejó. Me quité los auriculares como si fuese a hablar con los perros, diez segundos más tarde  no terminaban de decidirse si practicarían o no el mete-saca. Reímos.

Luego el cuarto con las colegas y la vuelta con ellas en el 59. En el centro los volanteros del rubro 59 –oh casualidad- como una epidemia se lanzaban sobre las personas. Hay un gesto y un ruido que los caracteriza: sus vuvuzelas son el golpe en el papel, el golpe que separa un volante del otro. Con maestría de croupier sacan a la luz uno del montón y con dos dedos se anuncian a los potenciales clientes.

Pero no había terminado mi día extramuros. Vuelta a la zona de empedrados y a hacer tiempo en un bar que en su puerta tiene una placa que dice estar protegido por el gobierno. Esa zona en teoría está vacunada contra el progreso edilicio. Ya no necesitaba mapa, conocía el territorio. O creía conocerlo, porque esa distancia ineludible entre lo ideal y lo real, esa no concordancia entre lo representado y la representación está presente más de lo que nos damos cuenta. La cita a Borges muestra la futilidad del intento de apresar lo inapresable. El mapa no es el territorio.

A dos mesas de distancia una pareja se tomaba las manos y se sonreían. A ella se le hacían unas arrugas más suaves que las de las medialunas. Cuando estaba por tomar unas notas me sonó el teléfono, la intemperie daba paso a la casa, el jabón líquido del baño olía mal, tenía que lavármelas de nuevo antes de cartografiar sus lunares.

5 comentarios:

flor | 29 de junio de 2010, 16:23

Decís "Paré a comer en una cadena" y yo lo imagino literal. Vuelvo a leer y, aunque sé a que te referís, lo imagino de vuelta del mismo modo, haciendo equilibrio sobre una cuadena gruesa, con un plato en la mano.

Joakkin | 30 de junio de 2010, 8:26

Se ve que esa película te gustó mucho.

Juan Antonio | 30 de junio de 2010, 11:43

Aguafuertes porteñas. Entre el quebutismo sutil y la exasperación post-historia, Capdevila nos introduce en su propio a-day-in-the-life, y somos espectadores de lujo de un viaje que es la rutina hecha prosa. Las mil ciudades de una Buenos Aires acostumbrada son expuestas en breves líneas, y eso es lo que diferencia a Capdevila de la mayoría de sus contemporaneos, incapaces de hacernos sentir que todavía hay jugo en contar la nada misma valiéndose de un estilo certero y sin excesos, minimalista y a la vez tremendamente poético, para pintar un cuadro que justifica su historia sin necesidad de héroes, conflictos o dudas existenciales.
Su poderío de escritor aún no alcanza la cima, pero esto en Capdevila es simplemente progreso, estudio de sus posibilidades amén de descubrirse un día como cronista deportivo y al otro como psicoanalista de una nueva escuela, sin pretender hacerlo.
Sus lectores gozarán de cada palabra elegida y desearán que siga sorprendiendo a su manera. En la escritura de un tipo sensible pero profundamente racional abundan promesas de un escritor inmenso. Recomendado.

Brenda V | 1 de julio de 2010, 6:44

¡Lo veo a J.A. como escritor de contraportadas eh!
Inflador en la yema de los dedos, te vende hasta el tomo de Belén Franchese; muy acertadas sus palabras de cualquier modo.

Hace tanto que no camino por Buenos Aires, hace un tiempo cuando mi culo era menos pesado y pretendía dedicarme a las artes escénicas solía involucrarme en este tipo de crónicas, me trajo un lindo recuerdo.

Mi frase favorita: "A ella se le hacían unas arrugas más suaves que las de las medialunas". She nial.

Confírmeme hoy eh, ya sabe qué.

Lisandro Capdevila | 1 de julio de 2010, 8:48

flor: jaja, si, dudé pero lo dejé con tal de no nombrar a Mc, nada en contra de ellos, pero no me gusta ese nombre en un texto.

Jk: su pose me gusta mucho, me produce sosiego.

J: demasiado elogioso, gracias.

B: lo que se pierde por esos lastres que le han crecido! una lástima. Ya la estoy llamando.

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